Del consejo editorial

Ayuda y futuro para Haití

CARMEN MAGALLÓN

Directora de la Fundación Seminario de Investigación para la Paz

El terremoto de Haití nos ha colocado ante la muerte y el dolor a una escala estremecedora. Las escenas que estos días nos ofrecen las pantallas y los relatos de los periodistas ponen rostro humano a una tragedia hecha de historias que encogen el corazón, historias de miles de muertos bajo los escombros, de heridos sin asistencia durante días, de una población sin agua ni comida, de las dificultades para el reparto de la ayuda humanitaria, del incremento de la inseguridad en calles derruidas y salpicadas de cadáveres. La catástrofe ha destruido vidas, edificios y las frágiles estructuras de un país empobrecido que ocupa uno de los últimos puestos, el número 149, en la clasificación de países según el Índice de Desarrollo Humano de la ONU.
Que la República Dominicana, la otra mitad de la isla, ocupe el puesto 90, tenga una esperanza de vida de 72,4 años y una tasa de alfabetización de adultos de 89,1%, frente a los 61 años y el 62,1% de adultos alfabetizados de Haití, muestra con cifras que no es la naturaleza la responsable de la pobreza extrema en la que viven la mayoría de los casi diez millones de habitantes de Haití, sino la saga de dictadores y depredadores de los recursos que les tocó en suerte a los haitianos, o más bien en desgracia. Sólo es similar entre ambos países la desigualdad, pues el coeficiente de Gini que la mide, desde cero o igualdad perfecta hasta cien, desigualdad total, es en Haití el 59,5 y en la República Dominicana el 50.

Frente a las tensiones políticas que pueden estar surgiendo en torno a la operación humanitaria –reticencias ante el despliegue masivo de marines y el control estadounidense del aeropuerto–,
la urgencia de que llegue la ayuda –los médicos y las medicinas, el agua, la comida y el establecimiento de la seguridad necesaria para acceder a ella– concede la voz a los responsables de logística, que han dejado clara la prioridad de ser efectivos y relegar las disputas de poder. Otra cuestión será gestionar los fondos llegados de todo el mundo, un reto de más larga proyección que habría de dar paso a un liderazgo claro de las Naciones Unidas –ya implicadas en el devenir de Haití y cuyo personal también está entre las víctimas– en la operación de reconstrucción material e
institucional del país junto a los haitianos.
En medio de la catástrofe, un dato esperanzador es la ola de solidaridad que se ha levantado en todo el mundo, la compasión activa ante la desgracia de los otros en clave de fraternidad humana, valores que movilizan la solidaridad, sobre todo en circunstancias extremas. La cuestión es cómo transformar esta movilización en un compromiso más cotidiano que obligue a los países ricos a promover vías de desarrollo y a buscar soluciones duraderas a los problemas estructurales de Haití.
La solidaridad y la empatía con este país que sufre han de ir más allá. Además de la ayuda hoy, Haití necesita un futuro menos sombrío que el pasado. El cambio será posible si se persiste y se ahonda en una solidaridad cuyas capas más profundas alcanzan el lecho de roca de la justicia.

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