Del consejo editorial

El triste destino de la revolución naranja

CARLOS TAIBO

Profesor de Ciencia Política

Si el derrotero de la revolución naranja ucraniana de un lustro atrás es el dato principal a la hora de evaluar qué han significado las políticas occidentales en una parte muy sensible de Europa, parece servida la conclusión de que esas políticas han sido un estrepitoso fracaso.

Y es que resulta inevitable recordar que los cinco años de presidencia de Víktor Yúschenko han sido una catástrofe en todos los terrenos. Si, por un lado, la economía ucraniana no ha acabado de levantar el vuelo, el panorama político se ha visto marcado indeleblemente por desencuentros y confrontaciones en un escenario en el que, el pasado otoño, el porcentaje de ucranianos que declaraban sentirse satisfechos con el camino asumido por su país no llegaba a un 7%.
Claro que no hay indicador mejor de la zozobra en todos los órdenes de la vida ucraniana que el hecho de que tampoco provocan ningún entusiasmo los dos dirigentes políticos que en los últimos años, y según las tesituras, han sido los rivales de Yúschenko: el recién elegido presidente Víktor Yanukóvich y la durante años primera ministra Yulia Timoshenko. Curioso se antoja, por cierto, el desencuentro permanente de unos responsables políticos –estos– que han aceptado con descaro, una y otra vez, buena parte de las propuestas de sus rivales. Ahí están, para demostrarlo, los coqueteos de Yanukóvich –adalid formal de un proyecto de acercamiento a Rusia– con la Unión Europea, como ahí están los acuerdos que, en el terreno de la energía, y con la complacencia de Putin, acabó por ultimar Timoshenko –sobre el papel, la representante señera de un programa manifiestamente prooccidental– con Moscú o el desdén con que la propia Timoshenko ha obsequiado en los últimos tiempos a una posible incorporación de Ucrania a la OTAN.
La explicación de lo anterior parece, por lo demás, sencilla: tras unos y otros, se hallan poderosos grupos empresariales que, como ha hecho Rusia en los últimos tiempos, prefieren depositar sus huevos en varios cestos y bien se guardan de marginar por completo a nadie. Tal vez esta circunstancia es explicación suficiente de por qué la mayoría de los ucranianos procuran guardar las distancias con respecto a todos sus dirigentes políticos, mientras la falta de esperanza con respecto al futuro lo inunda casi todo.
Si se trata de resumir con trazo grueso lo que ocurre en estas horas en Ucrania, nada más lógico que identificar dos contenciosos abiertos y sin expectativa de resolución. El primero es el que aporta la débil articulación de un país en el que perviven discrepancias agudas entre un occidente convertido en asiento fundamental del discurso nacionalista ucraniano y un oriente en el que las simpatías por Moscú no han remitido en los últimos dos decenios. El segundo lo configura, cómo no, la conflictiva ubicación del país, encajonado entre la Unión Europea y Rusia. Hay quien piensa que, al menos en lo que hace a este contencioso, Ucrania tiene una salida airosa: la de buscar el camino del no alineamiento en un mundo en el que, por lo demás, las tensiones no tienen, con toda evidencia, la magnitud que se registraba cuando EEUU y la URSS se hallaban inmersos en una aguda confrontación.

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