Del consejo editorial

Inmigración y violencia de género

ANTONIO IZQUIERDO

La violencia de género no va cosida a ningún pasaporte, y explicar ese comportamiento abominable por la "cultura del país del inmigrante" es un disparate científico y una incitación a la xenofobia.
Primero porque los inmigrantes no son representativos de su país al ser la emigración selectiva por sexo, edad y condición social. Y, en segundo lugar, porque uno no elige dónde nace pero sí a quién agrede. Ese venenoso "determinismo nacional" ha sido la respuesta dada por la presidenta de la Comunidad de Madrid Esperanza Aguirre después de ver la sobrerepresentación de las víctimas extranjeras en la macabra estadística.
21.000 mujeres extranjeras y 2.000 hombres fueron víctimas de la violencia de género (delitos y faltas) en 2007. Cinco años atrás las cifras fueron, respectivamente, de 8.000 mujeres y de 800 hombres. El peso de las extranjeras sobre el total de víctimas ha saltado del 19 al 33 y el de hombres del 10 al 17 por ciento.
Durante los seis últimos años se han multiplicado por siete los delitos más graves a personas (homicidios dolosos, asesinatos, lesiones, malos tratos que requieren de un tratamiento médico) y por tres los delitos contra la libertad (amenazas, coacciones, allanamiento de morada), mientras que disminuyen las faltas más leves (las que no demandan asistencia médica).
Entre las ocho nacionalidades con mayor número de víctimas a lo largo del sexenio, destacan dos de la Unión Europea. Además, las dos corrientes migratorias en las que más crece la violencia de género se hallan en distintos continentes. Es poco probable que el cónyuge violento de todas las víctimas extranjeras sea un hombre de su mismo "país cultural". ¿Cuántas de las víctimas extranjeras no comunitarias están emparejadas con un español u otro ciudadano de la Unión Europea?

Tres son las hipótesis que someto a la consideración del lector. La primera es la tensión del asentamiento. Se apoya en el crecimiento de las víctimas entre los flujos de instalación más reciente, cuando más débiles son los vínculos sociales y mayor la inseguridad jurídica.
La segunda hipótesis es la crisis de jefatura. Las mujeres inmigrantes adquieren independencia al ganar un salario por un trabajo que en el país de origen no estaba remunerado y al encabezar el reagrupamiento familiar.
Por último, la tercera explicación provisional es la de la vulnerabilidad laboral masculina, y se fundamenta en que la crisis está golpeando antes el empleo de los hombres que el de las mujeres extranjeras. La combinación de asentamiento reciente, cuestionamiento del estatus y desempleo masculino contribuye a explicar, no a justificar, el crecimiento de la violencia de género entre los inmigrantes.
La clasificación estadística de los inmigrantes según la nacionalidad nos empuja hacia el nacional-culturalismo en la interpretación de los comportamientos y, en este caso, respecto de la violencia de género. Si ignoramos la incidencia de la "experiencia migratoria" y de otras variables biográficas, la explicación se mutila.
Envolver el análisis con la bandera de la nacionalidad oscurece el diagnóstico de esta tragedia y debilita una respuesta eficaz y rigurosa.

Antonio Izquierdo es Catedrático de Sociología

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