LUIS MATÍAS LÓPEZ
Periodista
Al Qaeda es ya una franquicia. Directamente, o a través de asociados sin conexión orgánica, está sólidamente implantada en Afganistán, mantiene una desestabilizadora presencia en Pakistán, conserva una fuerza considerable en Irak, convulsiona Yemen y mantiene a Occidente en permanente estado de alerta.
El último frente es África, donde la yihad desciende del Magreb al Sahel (como refleja el secuestro de tres
cooperantes españoles), amenaza al país más poblado del continente (Nigeria) y se irradia desde el más caótico (Somalia). Así lo reflejan los atentados del 11 de julio en Uganda, los más sangrientos desde los que, en 1998, causaron 224 muertos en Kenia y Tanzania.
El riesgo de otro Afganistán que desestabilice la región explica la decisión de la Unión Africana (UA) de defender el régimen con una fuerza multinacional, que respalda EEUU, aunque evitando una implicación militar directa. A los estrategas del Pentágono les basta para desechar esa tentación con ver el filme Black Hawk derribado, que recrea la humillación sufrida en 1993 que precipitó la salida norteamericana de Somalia con el rabo entre las piernas.
Las bombas en Uganda contra los espectadores de la final del Mundial de fútbol apuntaban al país que, con Burundi, es el principal contribuyente al contingente de la UA. Otros estados de la zona en los que Al Shabab tiene células durmientes se hallan también en el punto de mira.
Aunque nada justifica el terrorismo indiscriminado, la coartada del grupo radical es que las tropas extranjeras responden a la ofensiva de Al Shabab con bombardeos indiscriminados que causan numerosas víctimas inocentes y un éxodo masivo de civiles, datos que confirman fuentes médicas y de derechos humanos.
El caso somalí es la enésima prueba de que nueve años, varias guerras y muchos miles de muertos después del 11-S, la red de Al Qaeda es cada vez más tupida. Y Obama revive la peor pesadilla de Bush, incapaz como él de ganar la guerra contra el terror.
Comentarios
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