RAMÓN COTARELO
Catedrático de Ciencias Políticas
Hace unos días, Francisco Camps celebraba por todo lo alto su nominación como candidato del PP a la Presidencia de la Generalitat valenciana. Por todo lo alto y por todo lo bajo. Asistieron al banquete 2.000 simpatizantes y clientes. No fueron el presidente del PP ni su secretaria general, pero sí José Joaquín Ripoll,
Según las convenciones democráticas, los políticos deben ser intachables y dimitir incluso por faltas cometidas por sus subordinados, cuanto más por las propias. Esas convenciones, sin embargo, no parecen regir en el PP de Valencia, cuyo presidente se mantiene aferrado al cargo y se apresta a presentarse a las próximas elecciones, aunque los últimos datos sobre la presunta financiación ilegal del PP dibujan una situación de corrupción institucional que asimila la gobernación de la comunidad a la corte de los milagros.
A primera vista da la impresión de que sólo un estado de desvarío puede llevar a Francisco Camps a perseverar en su empeño, negar la evidencia y acorazarse en un último reducto cuya manifestación más lamentable fue que tuviera que presentarse en el acto en su honor camuflado en una furgoneta para evitar los abucheos del público.
Pero si se mira mejor, es posible que la táctica le resulte provechosa al presidente de la Generalitat. Si, de acuerdo con la tradición y los usos democráticos, Camps hubiera dimitido, ahora sería un ciudadano privado que, como todos, habría de responder ante la Justicia sin privilegios ni tratos de favor. En cambio, si se mantiene en el cargo, puede movilizar lealtades inquebrantables, activar amistades y más que amistades íntimas, paralizar interpelaciones parlamentarias, bloquear informaciones de los medios y entorpecer la acción de la Justicia inventándose una confrontación entre la legitimidad política y la jurídica que espera que le sea beneficiosa, aunque deje a las instituciones democráticas hechas unos zorros. En esta opción, Francisco Camps tiene el apoyo de Mariano Rajoy.
Comentarios
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