Dentro del laberinto

Mujer

Un buen número de las mujeres que me rodean trapichean con pastillas. Son treintañeras, profesionales, poseen ingresos suficientes, y no se les puede acusar de ningún vicio mayor: aún así, mendigan recetas, se pasan las direcciones de las farmacias en las que pueden conseguirlas, y cuando alguna de ellas viaja a las comunidades en las que las pastillas se compran con facilidad, regresan con encargos para todas.

No siempre fue así. Todas ellas compraban a cara descubierta y sin vergüenza las píldoras que necesitaban, sonreían al farmacéutico y luego se marchaban a su casa, como mujeres de provecho. Eso era antes de que los anticonceptivos orales precisaran recetas mensuales, en una decisión no consultada, ni siquiera bien anunciada. De un día para otro, la píldora, uno de los grandes logros feministas, pasaba a ser no supervisada cada año o medio año por el ginecólogo, como antes, sino controlada mensualmente por el médico.

A diferencia de otro tipo de medicamentos, quienes consumen la píldora no están enfermas: muchas mujeres no pueden encontrar espacio cada mes para conseguir una receta en el médico, y gran número de médicos se niegan a expedir más de una de cada vez. Ausencias en el trabajo, aglomeraciones en urgencias, la sensación de ser tratadas como crías cuando son mujeres adultas en control de su fertilidad y su sexualidad, y consejos paternalistas son algunas de los resultados. Si uno de los blísteres se pierde, y eso es común en los viajes, con los diversos bolsos... la mujer cuenta con treinta y seis horas para conseguir una receta y un anticonceptivo, o el ciclo completo se habrá echado a perder.

Existen, claro está, otros métodos: pero para quienes siguen los consejos de los ginecólogos sensatos (preservativo y otro método de control), eso no es un consuelo. Quizás las razones para controlar los anovulatorios sean razonables: pero una cartilla anual sellada, o la presentación de la tarjeta de la Seguridad Social, servirían para idénticos propósitos.

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