Dentro del laberinto

Grissom

Se le conoce con este nombre, como un alias expandido por la televisión y el mito, pero en realidad, el perfecto investigador, el aséptico ejemplo que teme cualquier criminal se basa en otra persona y otro nombre: Daniel Holstein, un hombre obeso, con un bigote anticuado y una carrera impecable que comenzó husmeando entre cadáveres en su adolescencia. No tenemos problemas con las identidades confusas ni los nombres cambiantes. Si la caderona Beyoncé, con sus patéticos pasitos en la senda de las provocadoras internacionales, ha decidido llamarse algo tan cursi como Sasha, no veo porqué un científico atrapado en el cuerpo de un marsupial no ha de obtener la fama internacional con menos kilos y un nombre menos inequívocamente judío.

Si prestáramos atención a los accidentes más frecuentes, a las agresiones sin resolver, veríamos cómo las mujeres continúan sufriendo caídas (cuanto mayores, caderas más cristalinas, duchas menos seguras), quemaduras y cortes. No hay comida de los domingos de mamá que no implique aceite hirviendo. Pimiento, cebolla llorosa picada por filos que cercenan dedos, muñecas. Los varones, por el contrario, se hieren fuera de casa, en partidos domingueros, solteros contra casados, esa captura de la juventud a través del músculo, de la recuperación de la infancia en la que el recreo era deporte y movimiento. Ahora que el recreo es una lenta enumeración de lo que podría haber sido, las heridas se producen con la misma triste impotencia con la que se lesionaba al gordo, al torpe, al elegido en último lugar.

Grissom, el real, el Holstein inteligente y capaz, nunca destacaría en deportes. Eligió otro campo en el que destacar, una mirada algo más allá del dolor para investigar en las raíces del dolor. Cada uno de sus misterios se desvelan a través de la mente; datos, frialdad, reflexión. El instinto y sus explicaciones dirían que lo que lleva a cortarse (culpa) o quemarse (furia) o herirse (demasiadas cosas ocurren al mismo tiempo) muestran un dolor oculto.

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