Dentro del laberinto

Bones

En los días malos, querríamos ser como ella: con la piel pegada a los pómulos, los ojos claros, una reputación profesional impecable y las emociones bajo control. Puede haber sorpresas, pero no dolor. El dolor se ha quedado varado, inmóvil bajo capas de barniz, como si el óleo, que hubiera esperado durante meses, estuviera preparado para que con esa última protección el cuadro pudiera comprenderse.

En los días buenos, la compadecemos. La poesía se nutre de tópicos sobre la importancia de amar, a toda costa, sobre todo obstáculo, con uñas y dientes, sobre el desprecio, el dolor, pese a las humillaciones y los reveses. Algo de eso creemos. Ese corazón de materiales orgánicos, una mezcla de vendas y tubos que se presentaba estos días para delicia de expertos y de enfermos, ha de latir, aunque se llague por ello.

Bones ha decidido que los huesos le importan más que las palpitaciones, que la enfermedad se ancla con el calcio y no en los tejidos. Aún así, como no habría historia sin la mirada de través a un hombre atractivo y deseoso, se mantiene la tensión en el ambiente, como el vapor del metro en los días fríos: intangible.

Ayer entrevisté a una víctima de maltrato de género. Me siento negra por dentro, decía. Durante cuatro horas esa oscuridad se infiltró en mis huesos, me la llevé bajo la lluvia. El misterio de las agresiones a alguien más débil, de las mentiras a quien no puede defenderse brillaba a la luz de los neones. Subía el vapor del metro y en las palabras que me contaron no habría ya un hombre atractivo ni deseoso, sólo el pavor a que de nuevo la situación se repitiera, a perder la memoria y quedarse, con el alzhéimer o la senilidad, a vivir en ese pasado de palizas diarias.

Yo, que hoy tengo un día malo, desearía un corazón orgánico, una mente orgánica. Sentimientos ajenos que pueda analizar con distancia, recuerdos que pasen como una película interesante. Cualquier cosa con tal de que el dolor propio no sea mío, y la humillación del día a día persiga a otra.

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