Dentro del laberinto

'Dexter'

No sienten, no padecen, no conocen la empatía, consideran a los seres humanos según el grado de utilidad que pueden extraerles. Pueden ser maravillosos, adorables, seductores, si se requiere eso de ellos. Son fríos, y son muchos. Los últimos estudios hablan de un millón de personas (el doctor Vicente Garrido dixit), un dos por ciento de la población. Son mayoritariamente varones.

Pero no todos asesinan. No todos son criminales. Muchos de ellos trepan de manera espectacular, consiguen un notorio éxito en su profesión. Son crueles, despiadados. Perfectos para los puestos de riesgo físico y de emociones intensas. Competitivos. Calculadores. Obsesivos.

No pueden reeducarse y no existe tratamiento para ellos, pero el entorno en el que han nacido y las circunstancias con las que crecen son esenciales para crear monstruos. Una sociedad violenta, con valores anclados en la superioridad del más fuerte, que educa a los niños para que se conviertan en guerreros, en mártires o en kamikazes, será el caldo de cultivo ideal. Aquiles, el gran héroe, era antes de ser poetizado un absurdo psicópata que montaba en cóleras sin control porque le robaban un objeto de su propiedad, que atacaba sin piedad a quien mataba a uno de los suyos y arrastraba el cadáver del noble enemigo por el polvo. Y tras Aquiles, muchos otros héroes, y muchos otros anónimos, siguieron ese ejemplo. La sociedad empleaba al psicópata como protección, como manera de protegerse de él y de otros como él.

Son el estudio perfecto para la maldad sin razón, los modelos de aquellos que disfrutan torturando a un animal, o pegando a un niño, o abusando de un minusválido. Los matones en los colegios, los acosadores en las empresas, los que manejan negocios al margen de la ley y sin preocuparles el riesgo para los demás. Aquellos que luego sonríen y desaparecen, los que aparecen luego con otro nombre, con otra familia, sin remordimientos por la ruina de las familias, el dolor de las víctimas, la vulneración de cualquier derecho.

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