Dentro del laberinto

Liebre

Casi puede tocarse el pelaje, los ojos algo espantados, las orejitas de la famosa liebre de Durero. Quienes saben algo de ello, la distinguen del vulgar conejo de granja, que también dibujó en varias ocasiones, por sus largas orejas y los guiños negros en el pelaje. A Durero le gustaban estos animales, que coló también en una Sagrada Familia: quizás le atraía el reto de la inmovilidad de pincelada para un bicho nervioso, aterciopelado. Las liebres no sirven para modelos por mucho tiempo.

Los cerdos tampoco sirven para animales de compañía, no en un país obsesionado por su carne. En otros, sus primos diminutos, los cerdos vietnamitas, pasean de la correa de actores de cines y príncipes de opereta. En Dumbría, en Galicia, un cerdito de un año se cree un perro. A saber por qué. Un gen sociable, un trato más cercano, una inteligencia más desarrollada. Se llama Quinín y, para delicia de los niños, apareció en todos los informativos hace unas semanas.

Quinín se ha hecho famoso y, como suele ocurrir en estos casos, su dueño y representante quiere dinero. Mucho. Doce mil euros. De lo contrario, lo matará. A los urbanitas nos cuesta entender el utilitarismo brutal del campo; no hay amigos cuando son animales, sólo plazos de supervivencia. Pero aun así, el dueño entiende bien la ley de oferta y demanda, un capitalismo burdo y aprovechado. Anima Naturalis se ofreció a salvar al animal, y recoge firmas para evitar que este cerdito simpático se venda despedazado. Poca cosa es salvar a un cerdo, pero si a éste lo matan, será insustituible. La casualidad lo ha convertido en especial. No sabemos qué ocurrió con la liebre de Durero, nada bueno, posiblemente. Pero eran otros tiempos. Hoy, por lo general, no nos comemos lo valioso.

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