Dentro del laberinto

‘Nos espera la noche’

Resulta fascinante la seguridad con la que se afirma que nada podrá acabar con la prostitución. En Barcelona, los locales de alterne vetustos, los de neón de colores desvaídos y cristales tintados continuarán intercalados entre portales y viviendas particulares. Tan sólo los nuevos prostíbulos deberán cumplir normas más restrictivas, tanto de posicionamiento como de salubridad.
Los abogados que defienden a los proxenetas se llenan la boca con la inevitabilidad del uso pagado de la sexualidad. En los últimos tiempos, además, ha mejorado la imagen del putero: quizás algunas series de televisión absolutamente inefables hayan tenido algo que ver con ello. Sin el menor rubor, hombres jóvenes afirman que prefieren contratar el tiempo de una prostituta a gastar dinero y tiempo en conocer mujeres con las que no saben si se irán a la cama.

Lástima que el Ministerio de Igualdad no dedique un momento a evaluar qué tipo de nuevo machismo se está instaurando entre los jóvenes para que el único motivo para conocer a una mujer sea llevársela a la cama y una noche de ocio se remate, con risas y cierta chulería, en un burdel; como espejo deformado de esta hipersexualidad de los varones, la reputación de las prostitutas no ha mejorado. La tolerancia hacia las mujeres promiscuas se aleja mucho de la mostrada hacia el picaflor.
En varios de mis libros aparecen prostitutas; no tienen el corazón de oro, ni tienen intención de redimirse. En Nos espera la noche, una joven aldeana está en boca de todos porque defiende su derecho a charlar de vez en cuando con hombres con los que acudía a la escuela. Como la mayor parte de las rebeldes, no termina bien. Así seguirá siendo mientras la sexualidad sea un imperativo, una necesidad, y no una elección.

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