Dentro del laberinto

Contra las viejas paredes de nuevo

Antes o después se llega al final del laberinto. La leyenda dice que cada cierto tiempo se sacrificaban siete hombres, siete mujeres. En los cuentos los números siempre aparecen reducidos, asequibles, reducidos al alcance de la mano, los pies, los orificios del cuerpo. Uno, dos, tres, muchos. Siete son muchos. Son infinitos.

En el centro del laberinto respira el minotauro: puede representar la verdad que esperamos, la inmortalidad. Casi siempre pasa por la muerte. Sin embargo, como los animales, durante el trayecto por el laberinto, olemos el miedo y nos alejamos de él. Para que esa espera no nos vuelva locos (el pánico, la depresión, la terrible tentación de acabar con una vida que puede parecer absurda, o demasiado dolorosa) surgió el arte, la literatura, las fábulas, la religión, la filosofía. Frente al simple y directo instinto de reproducción, nosotros convertimos el pavor en artificio.

Anticipamos con el arte el enamoramiento, la desesperación, la pérdida, el miedo. Y sin embargo, cuando llega la emoción real sólo sabemos compararla con lo que imaginamos. Una vuelta más en el laberinto. Se llega a los sentimientos como si fuéramos viejos, en vidas experimentadas aún en verde. La brutalidad interna reflejaba la aspereza de unos tiempos difíciles. Existe algo de exclusivo en las pasiones, de intimidad inquebrantable y misteriosa, algo que no puede explicarse, sino tan sólo transmitirse; la pasión desmedida por una causa debería correr pareja con una libertad profunda para elegir sus formas y modos, para indagar en los entresijos y conocer sus contradicciones.

Sin embargo, cuando la afición deja el ámbito privado y se convierte en social, no se da un salto sino un traspié; vivimos en un país de sobreentendidos, de exigencias públicas, de apariencias y obligaciones adquiridas. Un país constantemente víctima de las pasiones extendidas a lo social.

Buscamos formas nuevas para los vicios viejos: las que se basan en las preferencias personales, no en la inercia, no en la imitación, no en las ventajas que conllevan. El laberinto, el auténtico, se encuentra en otra parte.

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