No cabe la menor duda de que hablar lo justo no siempre es una tarea fácil. Decir exactamente lo que se debería decir exige inteligencia, profundidad, sinceridad y a menudo también valentía. Los políticos no suelen caracterizarse en sus discursos públicos por esas cualidades. Estamos acostumbrados a que banalicen, manipulen, mientan o repitan como loros lo que el consenso de su partido les exige. A veces acabarían dando risa, si no fuera porque en el fondo dan pena.
El segundo ejemplo lo ofrece la impresionante frivolidad de Eguiguren, el máximo responsable del PSOE vasco, al referirse al fin de ETA y a sus encuentros con los jefes de la banda, con los que se sienta, según ha afirmado, con la misma naturalidad con la que se sienta con el reportero que ha conseguido sacarle esas declaraciones. Y el tercero, el colmo de los colmos, el cinismo –¿o es demencia senil?– de George W. Bush, uno de los bobos más peligrosos que ha conocido la humanidad, al echar la culpa de la guerra de Irak a sus colaboradores. Vaya panda de deslenguados. ¡Con lo guapos que estarían calladinos!
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