Desde lejos

Dureza

Está claro que los habitantes de las ciudades necesitamos cada vez más el contacto con la naturaleza. Llegan los fines de semana, y los que pueden se lanzan a disfrutar de la casita en la sierra o en la playa, y de la visión del cielo a través de la ventana. Otros se conforman con envolver el bocata de tortilla y comérselo bajo un árbol. Y los menos afortunados se van a pasear por los parques, a escuchar el canto de algún mirlo y observar cómo las flores se abren en este aire primaveral que ya nos rodea. Entretanto, parece que los políticos municipales y los urbanistas se empeñan en lo contrario, en solidificar las ciudades, despojarlas de árboles y flores, convertirlas en ámbitos más y más antipáticos. Cada vez que en este país se remodela una plaza, por ejemplo, hay que echarse a temblar. Desde que se pusieron de moda las "plazas duras", esos espacios pensados para el encuentro ciudadano y el reposo se han convertido en descampados graníticos, sin una sombra ni un banco confortable en el que puedan sentarse los viejecitos o el lector solitario. Los últimos ejemplos nos los ofrece, cómo no, Madrid: la gran plaza de Callao vio desaparecer durante su reciente remodelación los árboles y los bancos. Y la de Isabel II, junto al Teatro Real, acaba de sufrir el mismo proceso, perdiendo su aire deliciosamente provinciano a favor de una frialdad desértica que ha alejado de allí cualquier atisbo de vida ciudadana, salvo la de quienes la cruzan veloces, como sombras que corren en medio de la urbe deshumanizada, buscando ansiosamente un atisbo de calidez que ya sólo encontramos dentro de nuestros propios hogares.

Más Noticias