Desde lejos

La espalda de los libros

Me dedico estos días a una tarea agotadora: ayudar a mi madre en la mudanza que se ha visto obligada a realizar por razones que no vienen al caso. Hacer la mudanza de una persona mayor que lleva decenas de años viviendo en la misma casa es una labor de titanes. De pronto, todo se llena de cajas que rebosan de objetos en su mayor parte inútiles, pero cada uno de los cuales supone un recuerdo importante de la vida de su propietario. Es como si se pudiera reconstruir la existencia de un ser humano a través de álbumes de fotos, bolsos pasados de moda, objetos traídos de viajes que fueron extraordinarios. Miles de momentos de fulgor y nostalgia.

Hacer además la mudanza de una casa donde vivió un catedrático de Literatura –mi padre–, es tarea propia de Hércules. Me debato entre miles y miles de libros que pesan como rocas. En homenaje al amor de mi padre por ellos, y al mío propio, los trato con el mismo cuidado que si fueran delicadas piezas de porcelana. Voy sacándolos uno por uno, limpiándolos con un cepillo y colocándolos en el sitio que debe ser, ese y ningún otro, según el orden personalísimo que tienen todas las bibliotecas.
Y entonces envidio la suerte de las generaciones futuras, que en cuatro o cinco artefactos del tamaño de una cuartilla podrán trasladar toda esa sabiduría y esa belleza sin deslomarse. Siempre he sido partidaria del lector electrónico. Ahora, con este dolor lumbar que padezco y los estornudos que me provoca el polvo, me he convertido en adoradora del cacharrito. Por Dios, que metan pronto todos los libros del mundo ahí dentro, por el bien de las espaldas de los lectores apasionados.

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