Desde lejos

Su Majestad Matute

Siempre fue una princesa. No una de esas cursis y miedosas, que esperan al príncipe azul entre encajes y diademas y cojines, pálidas y silenciosas. No. Una princesa de verdad, como las de sus libros, como deberíamos ser todas las mujeres del mundo, inteligente, divertida, libre, tierna, respondona y fuerte, aunque a veces la arrasen las tempestades de la humanísima fragilidad. Pero entonces, de entre la tibieza húmeda de los bosques, surgen las hadas, y le soplan encima sus estrellas de plata y la hacen resistir y seguir adelante.

Seguir escribiendo. Encontrándose una y otra vez con los seres diminutos y luminosos que habitan en los huecos de los árboles, en las corolas de las flores y el fondo arenoso de los lagos, en los escondrijos más ocultos de su propia mente imaginativa y llena de capacidad de percepción. Para lo más bello, y también para la fealdad, la miseria y la estulticia del mundo. Siempre fue una princesa capaz de hablar de tú a tú con los duendes y las ninfas, pero nunca fue una ingenua bobalicona.
Ahora, Ana María Matute es una reina. La reina de sus lectores, por supuesto, pero también la reina de todas las escritoras (y espero que muchos escritores) que la admiramos como autora y la queremos como persona. Todas las que le agradecemos su capacidad para mantenerse en pie en un mundo de hombres, fiel a sí misma, sin imposturas. Todas las que la aplaudimos ayer, mientras recibía el Cervantes, sintiendo que ese premio tan justo era muy suyo, pero también un poquito de las escritoras que ya se fueron de este mundo sin él por ser mujeres. Honor a Su Majestad Matute. Y no se olviden de leerla.

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