Desde lejos

¿Justicia?

El diario El País anuncia que tal vez el Estatuto catalán sea considerado inconstitucional y, de inmediato, comienzan las explicaciones sobre la ideología de los miembros del Tribunal Constitucional, nombrados –que no se nos olvide– por las Cortes, el Consejo General del Poder Judicial y el propio Gobierno. Tantos conservadores y tantos progresistas. O sea, afines a uno de los dos partidos que se reparten la tarta de los poderes en España.

Lo mismo ocurrió hace algunas semanas con los miembros del Tribunal Superior de Justicia de Valencia que debía juzgar el caso Camps. Lo mismo ocurre, una y otra vez, con ciertas decisiones de gran importancia del CGPJ, cuyos vocales son igualmente elegidos y consensuados por los partidos. Y lo mismo sucede con ciertas sentencias de ciertos jueces y, en particular, con las que dictan los tribunales de las altas instancias, superiores, Supremo y Audiencia Nacional.

Al final resulta que la manera de interpretar los textos de las leyes, es decir, la manera de impartir justicia, depende en demasiadas ocasiones de las simpatías políticas de quienes deberían tener la única obligación de aplicarlas con ecuanimidad.
Pero es que los jueces son humanos, afirman quienes tratan de justificar esa dramática disfunción del sistema judicial español. De acuerdo. Yo también. Humana, agnóstica y de izquierdas. Y si tuviera que juzgar todo el arte que se ha hecho a lo largo de la historia tan sólo desde el punto de vista de mi estricta ideología, rechazaría el 90 por ciento de las creaciones humanas por haberse puesto al servicio de los poderes más conservadores, la monarquía, la aristocracia, la Iglesia, los faraones y hasta los jefecillos de las tribus.

No me vale la explicación de la delicada humanidad de los jueces. En determinados ámbitos –y la justicia es al respecto uno de los más sensibles–, las emociones deben ser controladas por la razón, que para eso existe. Las simpatías y antipatías, neutralizadas por la objetividad. Y la sumisión a los intereses de quienes te han nombrado o te apoyan, sustituida por el deber moral. Mientras eso no ocurra, el espectáculo de tantos jueces y juristas entregados a sus miserias particulares no deja de ser una vergüenza.

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