Dominio público

Veinte años sin muro

Luis Matías López

LUIS MATÍAS LÓPEZ

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El vicio de los aniversarios anticipa que se van a multiplicar los homenajes, análisis, balances e interpretaciones diversas sobre el cambio histórico que propulsó, el 9 de noviembre de 1989, la caída del muro de Berlín, símbolo por antonomasia de la Guerra Fría. Cuatro años antes, Mijaíl Gorbachov, probablemente sin pretenderlo, tomaba ya la piqueta para empezar a derruirlo. Las vistosas banderas que enarbolaba y que entusiasmaron a Occidente –perestroika, o restructuración económica; y glasnost, o transparencia informativa– fueron armas mortíferas que hicieron saltar en pedazos un imperio soviético y, con él, un modelo de estabilidad mundial basado en dos superpotencias antagónicas a las que el miedo a la destrucción mutua sólo permitía enfrentarse por terceros interpuestos.
Hubo pocas plañideras, al menos entonces, en el funeral del comunismo y del bloque socialista, que se desmoronó con revoluciones y transiciones pacíficas y no tan pacíficas, de colores o no, sobre todo en Europa central y oriental, cuyas poblaciones quedaron fascinadas, cual liebre ante serpiente, por el brillo del modelo capitalista occidental, y marcadas por el deseo de distanciarse de la dominación soviética. No sólo alemanes orientales (que un año después de la caída del Muro oficializaron su fusión con los hermanos del Oeste), sino también polacos, húngaros, eslovacos, checos, bálticos o rumanos y, por fin, los propios rusos abrazaron con entusiasmo el cambio de sistema y de valores. Buen ejemplo de hasta qué punto han cambiado las cosas es que a la República Checa le ha dado tiempo en estos 20 años (su revolución de terciopelo triunfó días después de caer el Muro) para dejar de ser un satélite de la URSS, escindirse de Eslovaquia, entrar en la OTAN y la UE y tener un presidente euroescéptico, justo cuando le toca presidir la Unión.
El cambio en Rusia (heredero de la URSS) fue tan traumático y caótico que no tardó en hacer fortuna una frase: "Hemos descubierto que todo lo que nos contaban del comunismo era falso y que todo lo que nos contaban del capitalismo era cierto". He aquí algunos rasgos del proceso: desmoronamiento de la cobertura social, emergencia del desempleo, sueldos y pensiones de miseria, corrupción rampante, crisis financieras que se tragaron los ahorros, disminución de la población, humillante dependencia de los créditos del Fondo Monetario Internacional, saqueo del Estado por oligarcas-ladrones, líderes incompetentes e inmorales. Y guerras: en Tayikistán, en el Trandsniéster (Moldavia), en Chechenia... Tuvo que llegar Putin al Kremlin y dispararse el precio del petróleo para que Rusia volviera a contar en el mundo, incluso mediante el chantaje energético. Y para que renovase líneas rojas, como que Georgia y Ucrania no entren en la OTAN. Antes asistió impotente a que lo hicieran las tres repúblicas bálticas ex soviéticas, hoy también en la UE.

La izquierda europea, cuyos partidos socialdemócratas ya habían abjurado del marxismo, asistió impávida al hundimiento de un orden internacional que, por la sola existencia del bloque soviético, limitaba los excesos del capitalismo que, a partir de entonces, tuvo vía libre, incluso para cercenar la fuerza reivindicativa de los sindicatos. Pese a todo, creció exponencialmente la confianza en que se sentaban las bases de un mundo más seguro, más justo y más libre. Fue una falsa ilusión.
¿Más seguro? No. El riesgo de holocausto nuclear (que el terror mutuo mantenía a raya) ha disminuido, pero sólo para que, tras el 11-S, tome el relevo la amenaza terrorista global, de la que nadie está a salvo. Las guerras locales (a veces genocidas: Yugoslavia, Ruanda, Congo) se multiplican, la más reciente la que muestra en Gaza la peculiar visión que los dirigentes israelíes tienen del bíblico ojo por ojo, que más parece el evangélico ciento por uno. Estados Unidos se ha quedado sin antagonista, pero su hegemonía no se basa en la grandeza o la superioridad ideológica, sino en la fuerza, y no tiene tanta como para hacer frente a todos sus enemigos.
¿Más justo? Tampoco. Las desigualdades internas y entre países, entre el Primer Mundo y el Tercero, se han agigantado. El reparto de la carga de la presente crisis lo demuestra con creces. Como las migraciones masivas Sur-Norte. O como los conflictos por el control de materias primas que llevan muerte y guerra a los países productores y jugosos beneficios a las compañías occidentales. O como el alza del precio de los alimentos, que castiga más a quien menos tiene, a los de siempre.
¿Más libre? Según se mire. La democracia se ha generalizado en América Latina y ha llegado a Europa Central y Oriental, pero no a China (20 años después de la matanza de Tiananmen), Rusia, Corea del Norte, Cuba, Birmania, el mundo árabe y gran parte de África, donde al menos hay que celebrar el fin del apartheid en Suráfrica. Bush se ha atrevido a decir (menuda burla) que quería sembrar la libertad en Irak, Afganistán o Palestina. Frutos amargos los de esa cosecha.
Este es un mundo muy diferente del de 1989: ha visto emerger una nueva moneda (el euro) que planta cara al dólar, vive una revolución en la red que elimina fronteras con tan sólo pulsar teclas de ordenador, comienza a reaccionar a un cambio climático que amenaza la supervivencia del planeta y ve como China y la India pujan por convertirse en superpotencias económicas. Igual que entonces, se refleja en el espejo de Estados Unidos y, tras la pesadilla de Bush, mira a Obama como el líder capaz de enfrentarse a la crisis económica más grave desde la Gran Depresión de 1929, como la gran esperanza de regeneración, de que las cosas pueden ser de otra manera. Demasiada carga para las espaldas de un hombre que aún no sabemos quién es.

Luis Matías López es Escritor

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