Dominio público

¿Voto voluntario en América Latina?

Alejandro Corvalán

 ALEJANDRO CORVALÁN Y SEBASTIÁN LAVEZZOLO

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A Latinoamérica le gusta el voto obligatorio. En la mayoría de sus países, el ciudadano debe concurrir a las urnas lo quiera o no. Se trata de una medida de antigua data, que, valiéndose del apego legalista latinoamericano, se orientó a aumentar la participación electoral. Desde hace algunos años, sin embargo, varios países han puesto en entredicho la validez de dicha obligatoriedad. El sufragio voluntario se implementó en Venezuela y Nicaragua y ha sido objeto de discusión en varios países de la región. El pasado 2 de diciembre, la Comisión de Constitución del Senado de Chile aprobó, con voto unánime, discutir en las cámaras una reforma del sistema electoral que podría terminar con el voto obligatorio en dicho país.
¿Es el voto, además de un derecho, un deber del ciudadano?, se preguntan políticos, intelectuales y electores a lo largo del continente americano.
La discusión puede parecer de Perogrullo para los europeos, para quienes los reparos normativos que suscita la idea de obligar a los ciudadanos se imponen a cualquier otro tipo de consideración. Sus objeciones se resumen en la contradicción que existe entre la propia libertad que fundamenta al sistema democrático con la imposición del deber de participación en el proceso de elección de sus representantes.
No obstante, el contexto político y económico del país donde se aplicaría una determinada reforma del sistema electoral no puede ser obviado, puesto que el debate normativo no es una entelequia abstracta independiente de sus consecuencias políticas directas. Los resultados de tal medida, por el contrario, deberían incorporarse, gusten o no, en la discusión. El voto voluntario puede ser una moneda de dos caras. Perogrullo se fascina ante una, olvidando la otra.
Latinoamérica sufre dos problemas endémicos que podrían condicionar los efectos de una reforma en favor del voto voluntario: apatía política y desigualdad económica.
En primer lugar, consideremos las consecuencias que tendría el voto voluntario sobre la participación electoral. Sirva como ejemplo el caso chileno, país que atraviesa una profunda crisis de representación. Chile cuenta con un sistema electoral híbrido que, aunque establece el voto obligatorio, funciona en la práctica como un sistema seudo-voluntario, dada la no-obligatoriedad del registro en el padrón electoral. Desde la instauración de la democracia, el porcentaje de ciudadanos que emiten válidamente su voto ha disminuido de manera sostenida, pasando del 90% a la mitad del electorado. La fracción de jóvenes registrados bajó de un tercio a menos de un décimo. La apatía de los ciudadanos ha quedado reflejada en los resultados del último Latinobarómetro, que muestra bajísimos niveles de satisfacción con la democracia y una casi total desconfianza hacia los partidos, el Congreso y la clase política.

En este contexto, la voluntariedad total del voto ha sido presentada por diversos partidos políticos como la fórmula milagrosa que podría volver a animar al alicaído espíritu cívico chileno. No obstante, en Chile, como en América Latina, la desafección ciudadana parece estar ligada a razones más profundas, como la propia debilidad de sus instituciones políticas o la arraigada inequidad que estas reproducen. Es inverosímil suponer, pues, que dicha apatía desaparecerá como por arte de magia al instalarse el sufragio voluntario.
Por el contrario, y aunque suene tautológico, la participación aumenta frente a la obligatoriedad del voto. Los datos globales apuntan a un incremento entre 7 y 16 puntos porcentuales. Si bien la participación obligada no es síntoma de legitimidad, la simple idea de "más participación, mejor representación" es difícil negarla desde postulados democráticos. Así, al considerar una región con una histórica falta de implicación política de los ciudadanos, cabe preguntarnos: ¿por qué querríamos aún menos participación en América Latina?
En segundo lugar, consideremos las consecuencias del voto voluntario sobre las políticas de redistribución. Es habitual asumir que, en los sistemas de voto voluntario, las preferencias políticas son similares entre los ciudadanos que votan y los que no votan y que, por tanto, el resultado arrojado por las urnas no tiene ningún tipo de sesgo a favor o en contra de un grupo político o social. No obstante, resulta muy difícil aceptar que esto sea realmente así, pues la evidencia empírica (y el sentido común) nos indican que las personas con mayor nivel de educación y renta son las que más participan. Esta relación es robusta, es decir, se repite, aunque en distinto grado, en todos los países. Si bien en sociedades menos desiguales como las europeas esta diferencia de participación entre clases es menos clara (con la excepción de Francia), vemos que en EEUU por cada miembro del quintil pobre votan tres miembros del quintil rico. Y si la desigualdad política y económica de EEUU es bastante superior a la europea, es aún muy inferior a la de sus vecinos del sur.
¿Importa que en un sistema voluntario voten menos los pobres? Estudios recientes han mostrado que los Gobiernos de los países con voto obligatorio destinan mayores recursos a políticas orientadas a redistribuir el ingreso.
En síntesis, los efectos del voto voluntario deben ser cuidadosamente discutidos en un continente con alta desigualdad económica, fuertes diferencias educacionales, considerable apatía política y escasa participación.
La buena disposición del centro-derecha latinoamericano hacia el voto voluntario es coherente con sus eventuales efectos. Lo que no deja de resultar paradójico es que sean los sectores socialdemócratas (en el caso de Chile, el gobierno de Bachelet) quienes promuevan una reforma hacia la no-obligatoriedad. "El que busca la verdad corre el riesgo de encontrarla" advirtió alguna vez la escritora Isabel Allende, y la verdad sobre el voto voluntario podría llegar tarde al progresismo latinoamericano.

Sebastián Lavezzolo  es Politólogo e investigador de la Universidad de Nueva York

 Alejandro Corvalán es Economista e investigador en la Universidad de Nueva York

Ilustración de Silvia Alcoba 

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