Dominio público

Identidad y pertenencias

Säid El Kadaoui Moussaoui

identidad_inmigrantes_01ok.jpgSÄID EL KADAOUI MOUSSAOUI

No me gustaría ser agorero y me encantaría equivocarme, pero temo que suceda con las personas originarias del Magreb algo parecido a lo que ocurre con los gitanos: acabar viviendo en una situación de exclusión permanente. Me preocupa especialmente la situación de los hijos de estas personas, algunas de ellas venidas a edades muy tempranas y otras nacidas aquí.

La identidad de las personas está formada por diferentes pertenencias (religión, origen, idioma, etc). En el caso de estos hijos, una de ellas (el origen) es constantemente denigrado y otra (su condición de ciudadanos europeos) les es negada. Así pues, la lógica de la exclusión actúa y produce replegamientos identitarios que empobrecen sus vidas y generan desconfianza en el resto de la sociedad.
Decía Amin Maalouf en su ensayo Identidades asesinas que la identidad de una persona no es una yuxtaposición de pertenencias autónomas sino un dibujo sobre una piel tirante. Basta con tocar una de las pertenencias para que vibre la persona entera. En el caso de estas personas, sus dos grandes pertenencias están tocadas.
El espectáculo atroz de las vallas en las fronteras, las muertes en el mar Mediterráneo, el discurso fiscalizador de la migración y, sobre todo, la reducción hasta la caricatura de las culturas y de la religión de sus padres, los hiere profundamente. Por otra parte se les marca con la etiqueta de inmigrantes de segunda generación favoreciendo su identificación perpetua con un origen que, en muchas ocasiones, no conocen en profundidad y dificultándoles que se sientan europeos.

Corremos el riesgo, pues, de vivir en un país y en un continente formados por una mayoría que cree ser la dueña de la casa y por diferentes minorías cerradas en guetos (físicos y mentales) que construyen su identidad por antagonismo a los valores de esta mayoría.
En 1953, unos psicólogos sociales llevaron a cabo lo que hoy se conoce como el experimento de Robbers Cave y que Kwamme Anthony
Appiah recoge en su magnífico ensayo Ética de la identidad. Se seleccionaron dos grupos de chicos de 11 años de edad y los enviaron a dos campamentos contiguos pero separados por una montaña. Los dos grupos provenían de Oklahoma y pertenecían a un ambiente más o menos homogéneo: protestantes, blancos y de clase media. Al principio ningún miembro de los dos grupos sabía de la existencia del otro. Lo descubrieron cuando tuvieron libertad de movimiento. Este encuentro dio lugar, más tarde, a la organización de retos deportivos y otros menos amables como el derrumbamiento de tiendas y generó la necesidad de encontrar un nombre que los identificara. Unos pasaron a ser las serpientes y los otros las águilas. A nadie se le había ocurrido que necesitaban una denominación hasta que supieron de la existencia del otro grupo.

La conclusión que se puede extraer de este experimento es que, como mínimo, es cuestionable que sean las diferencias culturales las que dan origen a las identidades colectivas. El camino también puede ser el inverso.
Si en los grupos homogéneos ocurre lo que nos muestra este experimento, es lógico pensar que en grupos más heterogéneos se intenten agrandar estas diferencias y, en situaciones de exclusión social, la respuesta al rechazo puede ser la exageración hasta la caricatura de algunos rasgos.

A mi modo de ver, la única forma de derrumbar estos muros que cierran a cada comunidad en su gueto es entender esta complejidad de las relaciones grupales, no caer en explicaciones culturalistas denigrantes y tomar medidas para favorecer más la permeabilidad de estos grupos cerrados en sí mismos.

El gran reto es conseguir que vivamos en una sociedad que garantice la igualdad de oportunidades a todos.
Recientemente he tenido la oportunidad de leer el magnífico libro de John Carlin titulado El factor humano. Un relato brillante que nos acerca al papel que tuvo Nelson Mandela en la transición sudafricana. Un líder extremadamente inteligente y generoso capaz de reconciliar a dos bandos que parecían estar abocados irremediablemente a una cruel y sangrienta guerra civil.

Este libro ha contribuido a afianzar en mí una idea básica: la importancia de un buen liderazgo para derrumbar muros (construidos por el miedo, el resentimiento y el temor a ser fagocitados) y favorecer la convivencia. Líderes que tengan claro que la cohesión social requiere de generosidad de espíritu a todos. Especialmente a los que nos gobiernan.
Es por este motivo que lamento profundamente que tengamos un ministro de Trabajo e Inmigración cuyas únicas ideas para abordar este tema sean las de facilitar el retorno al país de origen (dando un mensaje explícito de que una parte de la ciudadanía de este país sobra), dificultar la reagrupación familiar (amputando física y moralmente a muchas familias) y proponiendo medidas laborales que favorecen a los auténticos españoles.

Como sociedad tampoco nos podemos permitir que nuestro Gobierno construya vallas cada vez más altas en las fronteras y contribuya a convertir el mar Mediterráneo en un cementerio de personas humildes (muchas de ellas menores).
No nos lo podemos permitir no solamente por una cuestión filantrópica, sino porque esta realidad hiriente alimenta el resentimiento en una parte importante de esta sociedad. Como es sabido, el resentimiento no puede generar nada bueno.
¿Dónde están, pues, los líderes que nos confronten con la realidad y nos ayuden a comprender la importancia de derribar estos muros?

Säid El Kadaoui Moussaoui es Psicólogo y escritor. Autor de la novela ‘Límites y Fronteras’.

Ilustración de Miguel Ordoñez

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