Dominio público

El fin de la crisis

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

Cuenta una leyenda que en el tiempo de las persecuciones del Imperio Romano contra los cristianos, un grupo de ellos se refugió en una cueva para escapar de la muerte.  Se durmieron y su sueño duró tres siglos, al cabo de los cuales se despertaron creyendo que habían dormido solo una noche y encontraron por todas partes el signo de la cruz; había llegado el emperador Constantino y con él la libertad para los cristianos.

La crisis terminará. Seguramente no tan rápido como auguran sus gestores, pero por definición toda crisis consiste en una situación transitoria, en una época agitada entre una situación y otra. Dentro de algún tiempo volverá la normalidad y el estado del país no ofrecerá un sobresalto cada día. Aumentará el crecimiento, se reactivará el consumo, bajará algo el paro, volverá el crédito y se reducirá el déficit. Pero al despertarnos, si todo sigue como está y quienes nos gobiernan hoy se perpetúan en el poder (y no me refiero solo a los políticos), nos encontraremos con un mundo distinto, como les pasó a los cristianos durmientes, aunque con resultados muy diversos.

Algunos derechos que creíamos medianamente asegurados por la sociedad pasarán progresivamente a depender de las posibilidades económicas de cada uno. Lo que hoy son servicios públicos serán privatizados, al menos parcialmente,  y dependerán cada vez más de las leyes del mercado; su calidad estará en proporción directa al coste que exija al usuario. La enseñanza y la sanidad pública y gratuita quedarán reservadas para la gente sin recursos y pocos serán también los recursos que se destinen a esa gente, con la consiguiente repercusión en su calidad. En particular, la formación universitaria quedará reservada para quienes puedan pagarla. Las pensiones estarán en función de la gestión que los bancos hayan hecho de los planes privados que cada trabajador haya contratado a lo largo de su vida laboral. Y si no ha contratado ninguno deberá acudir a los escasos servicios caritativos que quizás el Estado ofrezca a los jubilados sin otros ingresos.

Algo parecido sucederá con quienes padecen alguna discapacidad. Los derechos laborales serán disminuidos: el despido será prácticamente libre y las indemnizaciones muy reducidas. La dirección de la empresa podrá bajar salarios, modificar horarios y ordenar traslados a voluntad. La negociación colectiva y la seguridad del contrato indefinido habrán desaparecido y los contratos temporales y a tiempo parcial se encadenarán para cubrir los mismos puestos que antes eran fijos. El paro descenderá, pero no tanto como para evitar la existencia de un abundante número de desocupados que permitan a las empresas contratar una mano de obra barata y dócil. Los impuestos indirectos predominarán sobre los directos, de modo que proporcionalmente pagarán más los pobres que los ricos, y la desigualdad seguirá aumentando. Porque este cambio de modelo se ha comenzado a gestar desde que comenzó la crisis, aprovechando una oportunidad única para tomar decisiones que en tiempos normales no hubieran sido aceptadas por la gente, una estrategia anunciada por Naomi Klein en su Doctrina del shock. Todo esto será lento, por supuesto, tardará años en realizarse y nos daremos cuenta progresivamente, pero tales son las aspiraciones de quienes imponen hoy sus condiciones a los gobiernos de la Unión Europea, que por el momento las aceptan sin mayor resistencia. El fin del modesto Estado de bienestar fue el objetivo declarado de la derecha desde el mismo comienzo de la crisis.

¿Qué puede hacer la gente que se resiste a aceptar el futuro de una Europa privatizada y más desigual, ya que carece de medios para oponerse a esos poderes financieros anónimos —y no tan anónimos— que han tomado el control de las decisiones políticas? El único recurso que sigue estando disponible para los ciudadanos de a pie es el control del Estado. Dice Tony Judt: "...quizás sea ahora el Estado la principal 'institución intermedia' entre ciudadanos inseguros e indefensos, por un lado, e indiferentes órganos internacionales y corporaciones que no responden ante nadie, por otro". Como ya había observado Rousseau, las leyes y las instituciones no son indispensables para los poderosos: a estos les basta el ejercicio directo del poder. Por eso piden la reducción del Estado a su mínima expresión: que los poderes públicos se ocupen solo de mantener el orden —y, por supuesto, de rescatar a los bancos con dinero público cuando están en apuros—, dejando a las leyes del mercado la organización de la sociedad. Pretenden un Estado con pocas atribuciones —salvo en lo que se refiere a sistemas represivos— porque saben que las instituciones políticas constituyen el único espacio en el que las mayorías pueden jugar un papel determinante, y aunque conocemos de sobra las posibilidades de manipularlas, sigue siendo cierto que para esos poderes ajenos al juego democrático resulta todavía muy difícil controlar las decisiones de la gente en las convocatorias electorales. De ahí que resulte importante concentrar los esfuerzos en ellas: las movilizaciones populares son sin duda necesarias, pero si se limitan solo a convocar manifestaciones y provocar algunos desórdenes terminan haciendo el juego a quienes ceden generosamente a los ciudadanos la ocupación de la calle y se conforman con gestionar el Estado y sus presupuestos.

Creo que en la población española son mayoría quienes apoyan la gestión pública de la sanidad, la educación, las pensiones y la discapacidad, quieren poner límites a las políticas de bancos y entidades financieras, desean regular el derecho laboral y defienden posturas progresistas en cuestiones morales como la homosexualidad, el aborto, la eutanasia y la presencia de la religión en la vida pública. De hecho, las encuestas indican que estamos en el momento en que una mayor proporción de ciudadanos se declara de izquierdas (4,41 en una escala de 1 a 10, siendo el 1 la extrema izquierda). Sin embargo, la organización política de estos ciudadanos se encuentra dispersa entre muchos partidos y movimientos sociales o en ninguno de ellos, de tal modo que su influencia política resulta muy reducida, con la invalorable ayuda de una ley electoral que discrimina el valor de los votos según su contenido. Y mientras la derecha se agrupa en su gran mayoría en un solo partido político, con pequeños sectores disidentes, lo que podemos llamar la izquierda se fragmenta en varios partidos y movimientos sociales –a su vez internamente fragmentados- que han aumentado considerablemente al calor de la crisis y que no han cesado en sus disputas internas.

Se cometería un error muy grave si esta izquierda sociológica —o como se la quiera llamar— perdiera la ocasión de organizarse políticamente y permitiera que la derecha siguiera gestionando unas instituciones que tienen un enorme peso en la vida de los ciudadanos. Las movilizaciones que se iniciaron con el 15M y continuaron con las diversas mareas cromáticas cumplieron un papel muy importante en España. Gracias a ellas muchos jóvenes —y no tan jóvenes— descubrieron la política y comprendieron que se podían lograr algunos modestos resultados con pocos medios: se evitaron desahucios, se paralizó la privatización de hospitales, se impidió la modificación de la ley del aborto, aunque se fracasó en otros casos. Y sobre todo se canalizaron las energías de los ciudadanos indignados en un sentido más constructivo que en muchos países de Europa, donde proliferaron partidos xenófobos, antieuropeos o simplemente pintorescos, algunos de los cuales fueron los más votados.

Esto se logró gracias a que al menos por un momento se evitó la enfermedad crónica de la izquierda española: el sectarismo. En esas primeras movilizaciones estuvieron juntos militantes políticos de distintos partidos o de ninguno, amas de casa, jubilados, estudiantes, parados. Pero cuando se trata de organizarse para gestionar las instituciones del Estado y entra en juego el poder todo resulta más difícil: la actitud crítica que caracteriza a la izquierda —y que debe caracterizarla— se convierte con frecuencia en una enfermedad autoinmune que se vuelve contra sí misma. Las energías se desperdician en debates cuyo contenido oculta en el mejor de los casos dogmatismos ideológicos y en el peor intereses personales. Y por el momento no parece que la situación haya cambiado.

Es de esperar que hayamos aprendido algo. Porque habrá que elegir: o quienes nos negamos a aceptar el fin del modesto Estado de bienestar que caracterizaba a Europa somos capaces de aparcar diferencias y compartir con otros la gestión del Estado o si seguimos como hasta ahora nos pasará lo mismo que a los cristianos durmientes. Solo que el mundo que encontraremos al despertar será muy distinto del que ellos encontraron.

Más Noticias