Susana Rodera Ranz
Doctora en Derecho. Abogada e investigadora
Hay días en los que este síndrome voluntariamente provocado hace efecto y una no sabe si es disidente o criminal, a veces incluso terrorista. Pero una estudió Derecho, a conciencia, y reconoce cuando una norma sirve por y para la sociedad que la ha creado o cuando únicamente sirve a ciertos poderes; cuando refleja la cotidianeidad y las necesidades del conjunto de la sociedad o cuando pretende modificarla, inventando figuras jurídicas o desvirtuando el sentido de la ley. Evidentemente sería más cómodo y sencillo vivir en la ignorancia, pero eso ya no tiene remedio, ni una lo pretende.
Por todo ello, resulta verdaderamente preocupante asistir a un proceso muy bien organizado, un proceso que ha seguido un plan y que tiene dos vertientes paralelas en el tiempo y en su finalidad. Desde antes de aquel "¡que soy compañero!", se sabe de las infiltraciones de elementos violentos en las manifestaciones y en otros actos con el fin de reventarlas, de turbar la tranquilidad con la que transcurren y provocar violencia que "justifica" la "reacción" de los agentes policiales. El resultado, ya lo sabemos, una imagen en los telediarios que no tiene nada que ver con todo lo que durante las horas previas en una u otra manifestación (o actividad) ha sucedido. El efecto en aquellos que no acuden ni se interesan es inmediato. Pero esto no es suficiente, hay que mantener el efecto o, mejor si cabe, acrecentarlo. El año pasado en las marchas pacíficas, que recorriendo todo el país reclamaban pan, techo y trabajo y finalizaron en Madrid el 22 de marzo, se siguió el patrón hasta un punto que puso en peligro a muchas personas, incluyendo policías, algo que el mismo SUP (Sindicato Unificado de Policía) denunció. Por órdenes superiores, se generó violencia y se detuvo arbitrariamente; algunas personas estuvieron retenidas más de 48 horas en los calabozos de Moratalaz y tienen una solicitud de condena de 4 años de prisión por parte de la fiscalía. Esta misma semana hemos asistido a la detención de varias personas por desplegar una pancarta que pedía "Ni gente sin casa, ni casas sin gente" o a la prohibición en Madrid de un concierto de Soziedad Alkoholika (recordemos que los tribunales rechazaron las tesis de que las letras de este grupo merecieran la censura). Éste ha sido el último paso de esta vertiente, asustar primero a través de detenciones arbitrarias y prohibiciones varias y, en segundo lugar, demandar y solicitar penas abusivas, que no guardan ninguna proporcionalidad con otros casos de este curioso país.
El proceso, en esta primera vertiente, reincide en la división —que parece un empeño de algunos— de la sociedad española. Por un lado, pretende generar miedo en la población que opta por reclamar sus derechos y sus necesidades. Por otro lado, consigue promover en algunos de los que optan por la comodidad de su sillón la idea de que aquellos otros son unos violentos y este país "necesita mano dura".
Y aquí llegamos a la segunda vertiente del proceso, que, no nos engañemos, no es consecuencia de aquella, sino que viene orquestada paralelamente al clima social creado y generando poco a poco el clima jurídico. La reforma del Código Penal, reformando los delitos de terrorismo, y de la Ley de extranjería, la aprobación hoy en el Senado de la Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana, no son resultado de un día. Diferentes organismos internacionales de derechos humanos, ONGs y otras entidades, han llamado la atención sobre el atentado que para los derechos humanos suponen estas nuevas normas. La libertad de expresión, incluyendo la libertad de prensa, el derecho de manifestación, el derecho de asilo, son algunos de los derechos conculcados por estas normas que más del siglo XXI parecieran de otros tiempos. La sistemática consiste en lo siguiente: procedemos a ilegalizar determinados actos y, seguidamente, otorgamos a las fuerzas y cuerpos de seguridad la autoridad y facultad para actuar al respecto.
Si una no creyera que lo cotidiano no puede pasar a ser ilegal de un día a otro, si una no creyera que la autoridad no se ejerce mediante el amedrentamiento, podrían incluso convencerla de que todo esto es normal. Si una no supiera que España es miembro de la Unión Europea, pero también del Consejo de Europa y de las Naciones Unidas, y que ha ratificado textos como el Convenio Europeo de Derechos Humanos o el Pacto internacional de Derechos Civiles y Politicos, podría entender que como gobierno está en su derecho de modificar la legislación conforme a su ideología.
El problema es que su ideología se manifiesta torticera y reaccionaria. Lo curioso es preguntarse a qué juegan cuando muchos juristas somos conocedores del marco jurídico vinculante para nuestro país y de los compromisos que España ha adquirido en materia de derechos humanos. Curioso sí, a sabiendas de que no nos quedaremos quietos, a pesar de las tasas judiciales, a pesar de los impagos a los turnos de oficio, a pesar de la pretensión de unos temores que no tenemos, porque los derechos humanos no sólo son indivisibles e interdependientes, son además inalienables. Las personas tenemos derecho a solicitar asilo, a un trato justo, a manifestarse, a reunirse, a cantar lo que le plazca o a filmar en la calle lo que pasa aunque haya de por medio un policía, con el límite, siempre, del respeto a los derechos de los demás. Y por mucho que no les guste la letra de una canción o la solicitud de pan, techo y trabajo, el Pacto del que España es parte bien lo reconoce: Nadie podrá ser molestado a causa de sus opiniones.
Comentarios
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