Dominio público

El mundo también existe

Augusto Klappenbach

Escritor y filósofo

Augusto Klappenbach
Escritor y filósofo

Las sociedades primitivas viven encerradas en sus propios límites: toda cultura distinta de la suya es sospechosa. La relación con otras formas de vida oscila entre la agresividad y la indiferencia. Y aunque las culturas de esas sociedades son muy diversas entre si, suelen caracterizarse por  fuertes lazos de cohesión entre sus miembros junto con un fuerte rechazo hacia lo distinto, actitud consagrada en muchos casos por la ley de la endogamia. Como se ve, más de una semejanza con el mundo en que vivimos.

Algunos pensadores de la Ilustración, como Rousseau y Kant,  soñaron –utópicamente, por supuesto- con un mundo que superara ese provincianismo y estuviera regido por la razón universal, que compartiera con todos sus habitantes los valores ilustrados de dignidad, igualdad, libertad, fraternidad. Kant, en particular, postulaba una "paz perpetua" entre  naciones republicanas, que culminara en un "reino de los fines" en el cual los seres humanos se trataran como fines en sí mismos y no como meros instrumentos.

Podría pensarse que la llamada globalización constituye un paso hacia esa civilización universal. De hecho, en algunos casos se han borrado las fronteras: las comunicaciones, las empresas, las mercancías y sobre todo las finanzas se mueven libremente entre las naciones. Pero resulta sintomático que de tal libertad de movimientos estén excluidos los seres humanos, retenidos por vallas cada vez más agresivas y rígidos controles para recorrer el planeta. La libertad de circulación y la incipiente armonización legislativa en la Unión Europea no lleva camino de dirigirse hacia una civilización universal sino más bien de constituir un club con fronteras cerradas al mundo subdesarrollado, incluida la barrera de los subsidios agrarios europeos que penalizan sus exportaciones.

Esa diferencia indica la verdadera naturaleza de la actual globalización: una normativa que no aspira a construir una civilización universal sino a establecer un sistema económico y sobre todo financiero cada vez más incontrolable por los poderes públicos y en manos de menos gestores. Es decir, lo contrario de la universalidad. Como dice Jean Baudrillard: "Globalización y universalidad no van de la mano, son más bien excluyentes. La globalización se da en las técnicas, en el mercado, en el turismo, en la información. La universalidad en los valores, los derechos del hombre, las libertades, la cultura, la democracia."

De hecho, a medida que la globalización ha avanzado ha aumentado también la desigualdad. Si bien es verdad que el hambre y la pobreza extrema han disminuido en los últimos años en algunas zonas (sobre todo por el crecimiento de China y la India), también lo es que la desigualdad ha alcanzado límites históricos: en la actualidad, el uno por ciento de los habitantes del planeta posee casi la mitad de la riqueza y siete de cada diez personas viven en países donde la desigualdad ha crecido en los últimos treinta años, dentro de un proceso que no da signos de disminuir. Y ya sabemos que la desigualdad extrema es incompatible con una sociedad democrática.

La globalización ha conseguido que los capitales financieros, antes sujetos a las leyes de cada país –aunque siempre han gozado de muchos recursos para eludirlas- se hayan emancipado de todo control, encuentren cómodos domicilios en paraísos fiscales y se dediquen a recorrer el mundo imponiendo sus intereses, destruyendo muchas veces actividades económicas regionales que aseguraban al menos la subsistencia en zonas deprimidas. La etapa actual del sistema capitalista se caracteriza por un crecimiento desmesurado de la riqueza financiera, por sí misma improductiva y que se multiplica exponencialmente gracias a la  especulación,  en desmedro de la producción de bienes y servicios necesarios. Piketty ha mostrado en su famoso libro que este desequilibrio no constituye un accidente sino que es una consecuencia necesaria del capitalismo financiero, que solo podría evitarse por un improbable (¿imposible?) acuerdo de los gobiernos mundiales que impusiera fuertes gravámenes a los capitales. El proceso globalizador sustituye así a las decisiones democráticas por mecanismos incontrolables, que tienen su origen en anónimos despachos repartidos por todo el mundo y con poder suficiente para imponer sus decisiones a los Estados. El Tratado de Libre Comercio a punto de aprobarse en la Unión Europea parece consagrar este privilegio de las grandes empresas y el declive del poder de los Estados, únicos reductos en los cuales cuenta todavía (aunque en una medida modesta) la voluntad de los ciudadanos expresada por el voto.

La consecuencia de todo ello consiste en que en el primer momento de la historia en el cual es posible técnicamente disponer de recursos suficientes para atender las necesidades básicas de todos los habitantes del planeta, la distancia que separa las zonas deprimidas de los países desarrollados no deja de aumentar. ¿Más datos, asumiendo la acusación de demagogia y sentimentalismo? Más de uno de cada nueve habitantes del planeta pasa hambre severa, cada cinco segundos muere un niño de menos de cinco años por desnutrición y vacunar a un niño en un país pobre cuesta hoy 68 veces más que en 2001. (Datos de Oxfam, Médicos sin Fronteras y UNICEF). Todo ello, sin contar los más cincuenta millones de refugiados que sobreviven en condiciones penosas.

Los problemas de Europa y de España son, sin duda, muy graves. En Grecia, casi la mitad de la población está bajo el nivel de pobreza y en nuestro país uno de cada tres niños está en riesgo de exclusión. Pero en la mayor parte del mundo subdesarrollado sus habitantes cambiarían gustosamente esta pobreza por la suya: el hambre de Niger o de Somalía no es el hambre de Europa. Y recordemos que el porcentaje de habitantes del mundo que puede satisfacer lo que nosotros consideramos condiciones mínimas para una vida digna (alimentación, saneamientos, agua potable, vivienda adecuada, atención sanitaria, educación elemental, etc.) ni se acerca a la mitad de la población mundial. (Quien desee leer un relato estremecedor que narra el viaje por el mundo subdesarrollado de un escritor que ha convivido con sus gentes y recopilado datos de su economía expresados sin tecnicismos académicos, puede leer el libro que ha publicado Martín Caparrós, El hambre (Anagrama). Un libro tan excesivo e irregular como indispensable.)

¿Alguien puede creer que es sostenible un modelo de civilización basado en una desigualdad que concentra cada vez más la riqueza en manos improductivas, mientras más de la mitad del mundo no puede atender sus necesidades básicas? ¿Es honesto organizar sonoros planes de emergencia internacionales –que ni siquiera se cumplen-  para acudir en ayuda de los damnificados por catástrofes naturales como terremotos, inundaciones o tsunamis mientras mueren de hambre diariamente 24.000 personas según la ONU y muchos más viven solamente para sobrevivir? ¿Nos podemos dar por satisfechos por una mínima diminución de la pobreza extrema, que pronto puede ser anulada por el crecimiento de la población en zonas pobres? ¿Y podemos seguir torturando a este sufrido planeta con una contaminación asfixiante y un despilfarro creciente de sus recursos destinados al consumo irracional de una pequeña parte de sus habitantes mientras faltan medios para asegurar las necesidades más urgentes de la mayoría? Las soluciones no son fáciles, desde luego, y tampoco lo son para nuestros países ricos. Pero resulta preocupante el provincianismo de todos -todos- nuestros partidos políticos, españoles y europeos, cuyo discurso rara vez se aventura fuera de nuestras fronteras y, en el mejor de los casos, de la burbuja de nuestro pequeño mundo desarrollado, como no sea para advertirnos de los peligros que nos acechan desde fuera. No solo faltan propuestas para afrontar este problema –sin duda el más grave de este siglo- sino que ni siquiera merece la atención del mundo político. Pero el mundo también existe, y sospecho que alguna vez nos obligará a tenerlo en cuenta.

Más Noticias