Dominio público

La huella de Tiananmen

Luis Matías López

 LUIS MATÍAS LÓPEZ

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Las memorias secretas de Zhao Ziyang aparecen justo cuando se cumple el 20º aniversario de la matanza de Tiananmen. Ocurrió en la noche del 3 al 4 de junio de 1989. Los tanques cortaron de raíz un desafío que, más que implantar la democracia y acabar con la supremacía del partido único (PCCh), pretendía luchar contra la corrupción y conseguir mayor transparencia y libertad de prensa. El entonces secretario general del partido intentó convencer al resto de la cúpula del poder de que el movimiento estudiantil se podía encauzar, incluso acudió a hablar con los manifestantes en la
gigantesca plaza pequinesa, dominada a la entrada de la Ciudad Prohibida por el enorme retrato del gran timonel Mao Zedong.

Zhao fracasó. Días antes del traumático desenlace, que se cobró centenares de vidas (ni mucho menos las 10.000 de que se habló en Occidente), perdía la partida, el poder y la libertad. Hasta su muerte, que le alcanzó en 2005, estuvo en arresto domiciliario y el régimen trató de borrar su recuerdo. Las memorias, que recuerdan las de Nikita Jruschov desde su exilio interior, le reivindican para incomodidad de un liderazgo heredero del que ordenó la represión de la revuelta, aunque sus máximos dirigentes estén ya fuera de juego: el inspirador y jefe, Deng Xiaoping (fallecido en 1997), y el principal ejecutor y entonces primer ministro, Li Peng, retirado del máximo órgano de poder del partido en 2002, cuando Hu Jintao se hizo con la secretaría general del PCCh.
Veinte años después, es aún frecuente que se recuerde la protesta como una "revolución democrática" y que se ligue su fracaso a que no era aún el momento propicio. ¿Democracia en China? Suena bien, pero es poco realista, incluso ahora, y mucho menos hace 20 años. La situación no era comparable a la del imperio comunista en Europa, minado por la incompetencia de sus líderes, el desmoronamiento de sus economías y la atracción por un modelo occidental del que sólo se veían los fuegos de artificio. Una frase resumió luego el desencanto: "Hemos descubierto que todo lo que nos decían sobre el comunismo era mentira y que todo lo que nos decían sobre el capitalismo era verdad".

En China, sin embargo, el poder central era fuerte y centralizado (seña de identidad comunista que se reservaba el régimen), las reformas de Deng Xiaoping (incluidas las cuatro modernizaciones: agricultura, industria, ciencia y tecnología y fuerzas armadas) tenían ya diez años de vida y funcionaban aceptablemente, la economía evolucionaba hacia el capitalismo ("enriquecerse es patriótico") y el nivel de vida mejoraba gracias a un modelo de crecimiento continuado que reducía las desigualdades. La principal preocupación no era la implantación de una democracia pluripartidista (concepto cultural e históricamente no arraigado) que acabase con el monopolio del PCCh, sino luchar contra los efectos negativos de la reforma, como la corrupción y el mercado negro, que apareció por entonces de forma masiva. Además, los estudiantes, hijos en su mayoría de cuadros del PCCh, no buscaban la destrucción del partido sino su limpieza. Un régimen tan fuerte no podía caer por el desafío de unos miles de manifestantes, aunque constituyesen una vanguardia social.

La matanza fue un crimen imperdonable e innecesario porque, como sostenía Zhao, y ahora leemos en sus memorias, "los manifestantes no atentaban en absoluto contra los cimientos del régimen", sino que "pretendían simplemente que se corrigiesen algunas deficiencias", como el cáncer de la corrupción. Su exigencia para combatirla era la glasnost o transparencia informativa, por utilizar la terminología de Mijaíl Gorbachov, cuya visita oficial en aquel mes de mayo dio alas a los estudiantes. El propio Zhao, alabado en Occidente como demócrata, admite en su libro póstumo que en 1989 su única aspiración era que el partido fuese más abierto y estuviera dispuesto a rendir cuentas, pero que rechazaba el "liberalismo despreocupado" de Hu Yaobang, su predecesor como secretario general, expulsado del poder en 1987 y cuyo fallecimiento en abril de 1989 levantó a los estudiantes, que le convirtieron en bandera de su protesta.

En los 20 años transcurridos desde la tragedia, China se ha convertido en una superpotencia global cuyas inversiones en bonos del tesoro norteamericanos se contemplan como garantía de que la crisis económica no va a degenerar en depresión planetaria, la necesidad de materias primas de su industrialización y su imparable capacidad de consumo condicionan los mercados internacionales, experimenta un crecimiento exponencial sin precedentes que sostiene el éxodo de centenares de millones de agricultores a las ciudades, ha sido capaz de organizar los mejores Juegos Olímpicos de la Historia, trabaja para poner un hombre en la luna, se lleva bien con sus vecinos, ejerce un papel moderador en la esfera mundial, invierte en grandes empresas occidentales y desplaza a Europa y EEUU como socio preferente en África y América Latina.
¿Ha progresado hacia la democracia? Muy poco. Apenas si hay algo más de transparencia en la elección de los miembros de la Asamblea Popular Nacional (sucedáneo de Parlamento) o pluralidad de candidatos en los consejos rurales. Y se han producido algunos avances en las libertades individuales. Nada que amenace el monopolio de poder del PCCh.

Y, al mismo tiempo, mano dura frente a los disidentes y los nacionalistas, ya sea en Xinjiang o en Tíbet.
El régimen está sólidamente asentado. El partido comunista tiene cuerda para rato. La democracia es un sueño lejano que no preocupa a la mayoría de la población. Y el crimen de Tiananmen es sólo un recuerdo incómodo que se activa de vez en cuando, como ahora con las memorias de Zhao y el 20º aniversario de la matanza.

Luis Matías López es periodista.

Ilustración de Javier Olivares.

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