Dominio público

España y la ausencia de símbolos comunes

Javier Franzé

Profesor de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
Profesor de Teoría Política. Universidad Complutense de Madrid

Cuando la política queda atrapada en las elecciones y en las encuestas, muchos de sus rasgos decisivos se vuelven invisibles. Ninguna encuesta ni acto electoral es capaz de dar cuenta de uno de los problemas centrales de la comunidad política española: la ausencia de símbolos comunes.

España no posee imágenes, emblemas, lenguajes, colores capaces de reproducir, sintetizar y representar una identidad colectiva, transversal a ideologías políticas y territorios. Aquí hay que despojarse de toda mentalidad juridicista —otra reducción que habitualmente condiciona la comprensión de lo político—: no se trata de que la ley estipule qué símbolos representan a la comunidad, sino de que éstos sean creados, reconfigurados y reconocidos por los miembros de la comunidad como propios.

Ni la bandera, ni el idioma, ni el himno —no casualmente sin letra—, ni hechos históricos, ni instituciones, entre los símbolos oficiales, son sentidos como comunes. Tampoco hay géneros musicales, personajes históricos (deportistas, artistas, científicos, políticos), gastronomía u obras artísticas que sean queridos como nacionales. Todos  están cruzados por el particularismo ideológico o territorial-cultural. El propio término "nacional" evoca más a una parte —el franquismo— que al todo.

Ni siquiera el exitoso equipo nacional de fútbol masculino logró ocupar ese lugar. Recorre habitualmente casi todo el país, evitando plazas futbolísticas históricas y altamente relevantes para el fútbol local como el País Vasco o Cataluña. El intento de convertir ese equipo en símbolo nacional no estuvo exento de particularismos: si para unos era "la roja", para otros era "la nacional".

La Transición no supo o no pudo construir esa simbología común. En parte porque no significó una ruptura con el pasado franquista, pero también porque entendió "lo moderno" y "lo europeo" como lo que caía del lado de "lo racional", apoyándose en una dicotomía racionalidad-irracionalidad como mínimo pre-freudiana (el lazo social es libidinal) y seguramente pre-weberiana (la legitimidad es una creencia y los valores, una fe) que le impidió captar la importancia de lo afectivo para los vínculos colectivos. Deseñó así lo simbólico al entenderlo como una vía sustituta de lo racional, de la que se echa mano para que alguien incorpore sentimentalmente lo que no es capaz de comprender argumentalmente. Lo simbólico no es esa caricatura racionalista: es una dimensión específica de construcción de lazos y significados comunes, presente en toda identidad política, incluso en aquella que adora la razón.

La Transición valoró la democracia por sus resultados materiales estatales, más que como voluntad popular. De este modo, reservó todo el protagonismo a las elites políticas, mediáticas, culturales y económicas, encargadas de administrar a los ciudadanos derechos políticos y sociales. El último spot del Partido Popular, que busca narrar la acción del gobierno de Rajoy en términos de un equipo altamente especializado de médicos que salva la vida a una paciente (España), es perfectamente representativo de esta visión tecnocrática de la política desde arriba.

Quizá por eso la presencia de los ciudadanos en el espacio público promovida por el Estado en estas décadas ha sido fundamentalmente sólo reactiva, para decir "No". Esta ausencia de movilización cívico-popular es también un símbolo nacional que falta.

El creciente resquebrajamiento del 12 de octubre como fiesta nacional —incluso para un representante emblemático de la Transición, como El País (véase su editorial del 13/10)— es quizá una señal de que el cimbronazo político-cultural que arrancó con el 11M y se continúa en los discursos de Podemos y los ayuntamientos del cambio, no tiene efectos sólo en cuanto se traduce en votos, como les gusta a aquellos que reducen la política al Estado y éste a las elecciones, sino que discurre por los senderos de la cultura política y los imaginarios colectivos. Aquella conmoción perdura y es un toque de atención sobre la necesidad de reimaginar la comunidad nacional. Si es que se quiere que en ella todos quepan, claro.

Más Noticias