Dominio público

Riqueza del presente, miseria de lo posible

Amador Fernández-Savater

AMADOR FERNÁNDEZ-SAVATER

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¿Cómo se puede entender que la literatura crítica de los años 60 fuese tan optimista? La segunda carnicería mundial había acabado poco antes y la Guerra Fría congelaba el mundo mediante la amenaza nuclear. Sin embargo, el contraste entre lo posible y lo real constituía efectivamente el motor y el carburante de la crítica social. Miseria del presente, riqueza de lo posible: si las bases estaban ya dadas para una vida libre y plena (relativa abundancia, tecnología potencialmente liberadora), ¿por qué soportar entonces la pobreza, el aburrimiento, la competencia? El concepto de "alienación" se refería precisamente al desgarro (íntimo y social) entre lo que hay y lo que puede haber.

La idea de que todo podía ser diferente alimentaba los mismos movimientos colectivos de contestación. Pensemos por ejemplo en la contracultura estadounidense y su deserción masiva de la sociedad de consumo. Pero esa idea arraigaba también en realidades mucho más ásperas que la norteamericana. Desde Polonia hasta Hungría, pasando por Yugoslavia y Checoslovaquia, los levantamientos contra el despotismo soviético se desarrollaron en nombre de la revolución (socialismo auténtico, igualdad y participación efectivas) y no de la democracia-mercado.

Crítica, deserción y revolución encontraban sustento en el impulso utópico. Hoy sin embargo parece agotado. Ciertamente, el movimiento global decía que "otro mundo es posible", pero así parecía expresar sobre todo una negación del capitalismo como destino. ¿Qué ha pasado? Apuntemos la hipótesis más inquietante: la iniciativa utópica no se ha extinguido, sino que ha cambiado de signo. Ahora moviliza la energía activista de la nueva derecha.

Hace un par de años, en una conocida entrevista concedida a un periodista progre, un alto funcionario de la Administración Bush distinguía entre la "comunidad apegada a la realidad" y "la comunidad basada en la fe". La primera "cree que las soluciones surgen de un estudio juicioso de la realidad sensible". Pero la segunda sabe que "el mundo ya no funciona así, porque ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Mientras vosotros estudiáis la realidad –tan racionalmente como queráis– nosotros volvemos a actuar, creando nuevas realidades, que podéis seguir estudiando. Somos los actores de la historia y todos vosotros sólo servís para estudiar lo que nosotros hacemos". O para denunciarlo, como se limita a hacer estérilmente el progresismo mediático.

La utopía neoconservadora se llama "sociedad de propietarios" (ownership society) y es la redefinición del viejo sueño del mercado autorregulado: fabricar un nuevo tipo de ciudadano, el individuo volcado en su realización personal y desvinculado de cualquier trama social de solidaridad y cuidados. Esa quimera gobierna efectivamente el mundo, sembrando por doquier la catástrofe de una realidad estallada, atomizada, militarizada, higienizada, depresiva, precarizada. Donde la alienación consiste en que "todo se ha vuelto posible, pero no podemos nada –salvo elegir" (Marina Garcés).

¿Podemos luchar contra ella sin alternativa? Esta pregunta nos deja perplejos y paralizados. Algunos responden que hay que reconstruir, frente a la nueva derecha, una nueva izquierda utópica y se esfuerzan en sacar conejos de la chistera (democracia global, etc.). Pero el más interesado en que respondamos "no" es el propio sistema, que se coloca así como única alternativa.

La cuestión clave no es si podemos luchar o no sin alternativa, sino que ya lo hacemos cotidianamente. La utopía neoliberal busca colonizar todo nuestro ser como la invasión de los ultracuerpos. No nos queda otra salida que luchar día a día si queremos dar un sentido propio a lo que hacemos, no volvernos unos cínicos, preservar un lazo cualquiera de amistad, no anestesiarnos, cuidar la simple disposición a dejarnos atravesar por lo que nos rodea. La deserción no significa hoy salirse de la sociedad, sino crearla en los intersticios de la máquina neoliberal.

Estas resistencias implícitas o informales no son defensivas o conservadoras. Cuando "todo lo sólido se desvanece en el aire", enrocarse es inútil, como nos enseña (¿involuntariamente?) la película Los Lunes al Sol. Preservar cualquier relación auténtica exige hoy un esfuerzo permanente de construcción, agotador, doloroso y estresante muchas veces. Es el precio a pagar si no queremos descubrirnos una mañana convertidos en vainas postizas, insípidas, indiferentes, insensibles.

La dificultad es que esas resistencias no niegan el sistema: no son utópicas. Tejen una contrasociedad subterránea, parcial, fragmentaria e inestable que sostiene nuestra vida... y a la vez al propio sistema. Paradójicamente, el neoliberalismo se hundiría de inmediato si no produjésemos cotidianamente relaciones no instrumentales, cooperación horizontal, apoyo mutuo o circulación no mercantil de bienes y servicios.

El hecho de que esas resistencias no nieguen el sistema no significa que sean inútiles o que no cambien nuestras condiciones de vida. Por ejemplo, ¿pueden las políticas de extranjería tirar a los inmigrantes al mar para que se ahoguen? Aún no. ¿Acaso esto es debido a que nuestros gobiernos respetan los derechos humanos? Mentira cochina. Simplemente existe una empatía social que lo impide.

De pronto esa "contrasociedad sumergida" se tensa y pone en crisis la sociedad oficial. Pero las luchas explícitas que origina también son ilegibles para nuestras lentes políticas tradicionales, porque no se acumulan, aparecen y desaparecen, se autoconvocan y rechazan toda representación, no tienen ideología ni proyecto alternativo de sociedad. ¿Y si la nueva radicalidad es apolítica? ¿Y si hoy no luchamos para transformar el mundo, sino para evitar que se deshaga?

Amador Fernández-Savater es co-director de la revista ‘Archipiélago’ y de la editorial Acuarela Libros

amadorfsavater@publico.es

Ilustración de José Luis Merino

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