Dominio público

Garzón, Kafka y la memoria

Javier Chinchón Álvarez

dominio-09-22.jpgJavier Chinchón Álvarez

Hace unos días se hizo pública la primera sentencia condenatoria por desapariciones forzadas en Guatemala. Los hechos enjuiciados se sitúan en los inicios del decenio de 1980, en el contexto de lo que algunos dicen que fue su guerra civil. El procedimiento se desarrolló en el seno de un sistema judicial generalmente considerado como muy deficiente, y en el que la impunidad solía ser la regla. Prácticamente en la misma fecha, en España padecimos el último episodio en torno a nuestra memoria histórica; y tras él, lo único razonable es que estemos, no sé si completamente extraviados, pero sin duda irremediablemente desorientados. Mucho me temo que la confusión imperante, creciente, no es nada casual, con lo que propongo un ejercicio para que pongamos cada cosa en su lugar.

Comencemos imaginando un escenario en el que un grupo de personas acude a un tribunal de justicia para denunciar unos hechos presuntamente delictivos. Supongamos que el titular de ese juzgado atiende esas denuncias y se declara inicialmente competente para investigar los hechos. Digamos que entonces se activan todos los mecanismos procesales habidos y por haber para discutir tal declaración. Añadamos que, transcurrido poco más de un mes, entre recurso y recurso, el mismo titular de ese juzgado termina por declararse incompetente y remite la causa que comenzaba a investigar a otros tribunales. Sigamos elucubrando, y agreguemos que aun así sus superiores analizan si el titular de aquel juzgado era competente o no; y aunque la mayoría estima que ciertamente era incompetente, expresamente tres de ellos sostienen justamente lo contrario, esto es, que sí era y es competente para investigar los hechos denunciados. Compliquemos todo un poco más, incluyendo ahora que varios de aquellos tribunales que en este punto reciben las denuncias entienden que, a pesar de los pesares, ellos no son los órganos competentes, sino que lo es el titular de aquel juzgado que se las remitió, y por tanto se las devuelven para que él las investigue. Terminemos entonces, y fantaseemos con que, ante tan confuso panorama, se acude a una institución que llamaremos Tribunal Supremo, en esencia, para que aclare a todos quién diablos es finalmente el órgano competente para investigar los hechos denunciados. Si la resultante de todo este complicadísimo supuesto fuera que ese Tribunal Supremo lo que hace es ponerse a investigar a aquel titular de aquel juzgado, al entender que existen algunos indicios de que prevaricó cuando se declaró inicialmente competente, la conclusión no podría ser otra que, o bien el escenario que acabamos de esbozar no es más que un relato inédito de Franz Kafka, o bien, por decirlo con un tecnicismo, nos hemos vuelto todos locos. Pero he aquí que la realidad muchas veces supera a la ficción; y sobre todo si cambiamos la expresión "titular de aquel juzgado" por el nombre de Baltasar Garzón; y sustituimos la fórmula "hechos presuntamente delictivos" por algunos de los concretos y gravísimos crímenes perpetrados en la Guerra Civil y el franquismo. Si así hiciéramos, llegaríamos justo al lugar en el que nos encontramos en la actualidad; exactamente a este inconcebible punto que no puede causarnos más que estupor, y cuya última materialización presenciamos cuando el magistrado Garzón acudió a declarar al Tribunal Supremo.

Resulta no menos desconcertante que, con notable ligereza, muchos tertulianos y comentaristas aplaudan este estado de cosas y declaren a los cuatro vientos que es evidente que Garzón prevaricó al afirmar su competencia, cuando en realidad estamos ante un embrollo jurídico de dimensiones considerables, que no otro sino el mismo Tribunal Supremo debería aclararnos. A renglón seguido, suelen compartirnos que para construir sus manifestaciones para nada les influye que el fondo del asunto sean algunos de los más espeluznantes hechos que se perpetraron bajo mando del general Franco; cuando lo cierto es que, como bien se ha subrayado estos días, precisamente en los crímenes cometidos por y durante la dictadura franquista, "se da un caos total de respuestas en cualquiera de las instancias" del sistema judicial español. Con todo, uno podría sentirse tentado a guardar la calma y mantener que si un magistrado dictase a sabiendas una sentencia o resolución injusta, es decir, prevaricase, sus argumentos y conclusiones no deberían ser respaldadas por otros magistrados del Pleno de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (cuanto menos, por "tres de sus superiores", como los adjetivamos antes), ni por múltiples juzgados territoriales (aquellos que le han devuelto las denuncias por entender precisamente que él es el competente, como dijimos arriba), salvo que todos ellos también prevaricasen. En otros términos, a no ser que hubiera una suerte de conjura de pérfidos prevaricadores decididos a hacer posible "la maquinación y culminación de lo que pretendía ser el juicio al franquismo", como refiere la querella de Manos Limpias. Aunque convendría volver a aclararlo, tal y como reconoció el mismo auto que dio origen a este infame espectáculo, ante lo que realmente estamos no es otra cosa que un conjunto de hechos que "nunca han sido investigados por la Justicia española, por lo que hasta la fecha, la impunidad ha sido la regla", es decir, peor aún que si estuviéramos en Guatemala.

Y mientras todo esto ocurre, los familiares-víctimas que presentaron aquellas denuncias ante la Audiencia Nacional, hace ya casi tres años, siguen esperando una respuesta a sus reclamos y justas demandas; sometidos eternamente, parece ser, a aquel antiguo precepto militar japonés, ikasazu, korasazu: "No les dejéis vivir, no les dejéis morir".

Javier Chinchón Álvarez es Profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales

Ilustración de Mikel Casal

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