Dominio público

Superhéroes de carne y hueso

Fernando Ruiz
Periodista

En la España católica y apostólica del franquismo tardío hubo un momento milagroso, —no podía ser de otra manera—,  en que los niños tuvimos el privilegio de tener superhéroes de carne y hueso, haciendo así añicos las leyes de la física y del sentido común, ya que los superhéroes, por definición wikipédica, únicamente pueden ser de ficción.

Francis Lacassin, el gran especialista francés en cultura popular y cómics, decía que a veces la inquietud de los hombres no logra calmarse con las proezas y el valor moral de un personaje terrenal. En nuestras largas infancias y adolescencias la habitación era  una mezcla de camarote de los hermanos Marx y La nit de Sant Joan, de Jaume Sisa; allí descansaban, sobre la cama, el Capitán Trueno, El Jabato, Roberto Alcázar y Pedrín, el Cosaco Verde, Supermán y La Patrulla del Marfil. En la habitación de nuestra hermana dormitaban plácidamente La emperatriz Sissi,  la Colección Azuzena, Esther, Lily y Mari Noticias. En el televisor del salón se escondían apretujados el cabo Rusty, Mr. Spot, la familia Ingells, Colombo, Daniel Boone, El Fugitivo, Embrujada, el Equipo A y El Agente de CIPOL.

También desarrollábamos un cierto fetichismo, inocentemente misógino, pegando cromos y colgando fotos  de nuestros superhéroes reales del deporte: Pelé, Kubala, Iribar, Di Stefano, Santana, Orantes,  Bahamontes, Poblet, Epi, Mark Spitz, Angel Nieto, Jackie Stewart, Jim Clark...

Los domingos íbamos al cine y teníamos nuestra cita semanal con unos superhéroes  mucho mayores que nosotros; tanto que, probablemente, en nuestras febriles cabezas, podían haber sido el padre o el abuelo que nos hubiera gustado tener en casa con el batín puesto: Gregory Peck, Glend Ford, Barbara Stanwyck, Robert Mitchum, Richard Widmark, Sofía Loren, John Wayne, Ingrid Bergman, William Holden, Charlton Heston... Más tarde Sean Cornery, Paul Newman, Steve Mcqueen... y un largo etcétera.

Pero además de los tebeos y las pelis, también leíamos y ahí volaba nuestra cabeza. En mi caso el salto de los cuentos a la literatura lo di cuando empecé a simultanear Las travesuras de Guillermo con la Colección Joyas Literarias Juveniles, de Bruguera. En esta colección aprendí a cabalgar por frías estepas, perderme en profundas selvas, navegar a bordo de fantásticos submarinos y luchar a sable contra corsarios con patente de corso. De Los Tres Mosqueteros y Un yanki en la corte del Rey Arturo a  Ricardo Corazón de León, pasando por Ben-Hur, Genoveva de Bravante, Marco Polo y Tarás Bulba.

De repente, un día, leí Robinson Crusoe y entré en catarsis. De Defoe pasé a Salgari y, finalmente, a Julio Verne, otro médium que interpretaba el sentir de nuestras almas. Ahí se disparó todo en mi cabeza: Miguel Estrogoff, 20.000 leguas de viaje submarino, Viaje al Centro de la tierra, Un capitán de quince años, La vuelta al mundo en 80 días, Los hijos del Capitán Grant...

Por si fuera poco, con el tiempo descubrí que el propio Julio Verne, al margen de su obra, era en realidad una aventura permanente, una autenticidad sacralizada; su imaginación, sus inventos, sus viajes en sus barcos con los que recorrió todos los mares. Se escapa de casa a los 13 años, es tiroteado por un pariente, mantiene amistades revolucionarias... ¿Qué más se le puede pedir a un superhéroe, por Dios? Que muriese prematuramente, es cierto. Verne muere muy mayor, de diabetes, en su confortable casa a orillas del río Verdún. Nadie es perfecto.

Decía el escritor y guionista de comics Héctor Germán Oesterheld, -otro superhéroe de carne y hueso, asesinado él y sus hijas a manos de la dictadura argentina-, que nunca le interesaron los superhombres ni los héroes invencibles y todopoderosos. Con ellos sólo pueden construirse malas historietas. "Prefiero los hombres comunes, viviendo historias que quizás pueden ocurrirle al lector", aseguaraba.

Y así fue como los niños como yo, una tarde, merendando pan con chocolate, descubrimos en la tele a Miguel de la Cuadra Salcedo, un tío cachas que lo mismo filmaba un fusilamiento en el Congo, que se peleaba con una boa en la Amazonía o entrevistaba a Chou En-lai para la televisión franquista. Todo en el mismo rango de peligrosidad. Con Miguel De la Cuadra, el último explorador, llegamos a sentar en la mesa de casa durante años al aventurero desprendido que siempre deseamos ser. Con su generosidad, nobleza y valentía no tenía nada que envidiar al Capitán Trueno. Fue nuestro superhéroe particular de carne y hueso.

En estos tiempos hipermodernos, -que diría  Gilles Lipovetsky-, con una sociedad que ya no tiene ni ídolos ni tabús, ni ningún proyecto histórico movilizador, puede que lo que falte sean valientes cuya bandera sea el honor, la gallardía y el desprendimiento.

Siempre he querido dar las gracias a los viajeros y exploradores. Cuando me han fallado líderes políticos, pensadores, filósofos, gurús y maestros, me he podido cobijar en los viajes de Miguel de la Cuadra, Cesar Pérez de Tudela, Jesús González Green o Félix Rodriguez de la Fuente. En la proeza de los aventureros catalanes del Junco Rubia, bajel chino que navegó de Hong Kong a Barcelona en los años cincuenta. En Thor Heyerdahl y su expedición de la Kon-tiki, en Edmund Hillary y su proeza en el Everest. En James Cook y Robert Peary y sus andanzas en el Polo Norte. En Amundsen, Scott, Evans, Wilson, Bowers y Oates, pioneros en el Polo Sur. En la odisea de Ernest Shackleton. En la incursión amazónica del legendario Percy Fawcett... Y en tantos otros.

Y es que muchos de nosotros empezamos mezclando en nuestras cabezas a Tintín con el comandante Cousteau y al buque Aurora de La Estrella Misteriosa con el Calypso del marino francés, y acabamos creyéndonos que podíamos viajar al centro de la tierra y tomar el relevo de los últimos boy scouts en la aventura siempre soñada, en el viaje como iniciación interna y en la lucha contra las injusticias del mundo. Así de sencillo.

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