Josep María Antentas y Esther Vivas
Hace 10 años, las protestas en Seattle durante el encuentro ministerial de la Organización Mundial del Comercio (OMC) sacudían al mundo y marcaban la abrupta irrupción de lo que se conocería como movimiento antiglobalización. La crítica a la globalización, aunque poco visible para el gran público, venía sin embargo de lejos, teniendo su inicio simbólico con el alzamiento zapatista del 1 de enero de 1994.
El décimo aniversario de Seattle llega en vísperas de la Cumbre Mundial del Clima en Copenhague. La movilización para ambas citas tiene una lógica diferente. En la primera se buscaba bloquear las políticas de una institución cuya legitimidad era contestada. En la segunda se intenta forzar la adopción de medidas reales frente al cambio climático. Pero detrás subyace la misma preocupación: la imperiosa necesidad de un cambio de modelo.
Con la irrupción de la ola antiglobalizadora, miles de personas se identificaron con las protestas emergentes y tuvieron la sensación de formar parte de un mismo movimiento y compartir unos objetivos comunes. Parecía que cada vez más sectores empezaban a ver sus problemas concretos desde una óptica global y a percibirlos, difusamente, como parte de un proceso más general.
El lanzamiento del Foro Social Mundial permitió la afirmación de un espacio simbólico de convergencia de las solidaridades y de un referente de las luchas sociales. Su eslogan Otro mundo es posible se convirtió en el símbolo del renacer del cuestionamiento del orden existente y de las expectativas de cambio social. Atrás quedaban las tesis del "fin de la historia" y la codificación del neoliberalismo como la única política y visión del mundo posibles.
Las protestas antiglobalización significaron el retorno de la movilización social, pero remontando desde niveles muy bajos, después del apogeo neoliberal a comienzos de los noventa. Consiguieron canalizar el malestar frente al neoliberalismo y contribuir a su erosión en el terreno simbólico e ideológico. El movimiento desgastó la legitimidad de las instituciones internacionales, pero apenas obtuvo victorias significativas. Forzó cambios de discurso, medidas retóricas y poco más, pero no transformaciones de fondo, ni la parálisis de la lógica imperante, debido a la muy desfavorable correlación de fuerzas existente a escala global.
Después de un primer gran periodo marcado por la centralidad y visibilidad de las protestas antiglobalización, primero, y antiguerra, después, las luchas sociales tendieron hacia una mayor dispersión y fragmentación. La imagen de un movimiento internacional coordinado, que actuaba como polo de atracción y de referencia, desapareció. Éste afrontó una fuerte crisis de perspectivas y crecientes dilemas estratégicos, a medida que el impulso inicial se agotaba.
El proceso del Foro Social Mundial perdió impacto, influencia y utilidad concreta aparente. Una vez pasado el efecto novedad, el interés por él decreció y experimentó tendencias a la rutinización y al alejamiento respecto a las luchas sociales, debido a la pérdida de empuje del movimiento por abajo. Sigue siendo, sin embargo, el espacio de confluencia internacional más amplio reconocido y una palanca de referencia que puede permitir nuevos saltos en el futuro.
La pérdida de visibilidad del movimiento no significó un retroceso de las luchas sociales, pero sí el fin de un cierto optimismo antiglobalizador nacido tras Seattle. En términos generales, las luchas sociales en estos últimos años han tenido una lógica globalmente defensiva y no han conseguido victorias que permitieran acumular sólidamente fuerzas y romper su carácter discontinuo e inestable. La excepción ha sido América Latina, donde la crisis del modelo neoliberal ha sido profunda y el ascenso de los movimientos populares significativo, aunque la situación en el continente permanece incierta.
Cambiar el mundo se ha revelado en estos 10 años como una tarea mucho más difícil de lo que imaginaron la mayoría de los manifestantes de Seattle. El movimiento se ha ido enfrentando a nuevas pruebas y retos. Si al comienzo dominaba la sensación de que el movimiento social se bastaba por sí sólo, progresivamente han ido emergiendo, de forma débil y no siempre coherente, los límites del movimentismo y la necesidad de avanzar también en la articulación de una referencia política ligada a las luchas. Las visiones respecto al Estado y al poder político se han ido haciendo más complejas a medida que se constataban las dificultades de las luchas sociales, se hacía frente a una derecha a la ofensiva desde el poder en muchos países, y entraban en escena las experiencias latinoamericanas, con sus límites y contradicciones.
Una década después de Seattle, la situación es muy paradójica. Ante el fracaso del actual sistema, sintetizado en la gran crisis que estalló el año pasado, las razones del movimiento antiglobalización se han mostrado plenamente pertinentes. Posible o no, otro mundo se antoja más necesario que nunca. Pero la distancia entre fines y medios es abrumadora. Y la capacidad para traducir malestar en organización y acción colectiva se ha mostrado débil y discontinua.
La crisis actual tiene distintas salidas posibles y su desenlace permanece abierto. En palabras del filósofo Daniel Bensaïd, "la cuestión es saber a qué precio, y a costa de quién, puede ser resuelta. La respuesta no pertenece a la crítica de la economía política, sino a la lucha de clases y a sus actores políticos y sociales". Ahí es donde entran los retos presentes y futuros de los movimientos sociales.
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