Dominio público

La rebelión sin las (j)aulas

Jordi Gagete

MateosPeriodista y educador. Asistente honorario del Departamento de Didácticas de las Ciencias Experimentales y Sociales de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Sevilla. Experto en Comunicación y  Educación para el Desarrollo

Jordi Gagete Mateos
Periodista y educador. Asistente honorario del Departamento de Didácticas de las Ciencias Experimentales y Sociales de la Facultad de Pedagogía de la Universidad de Sevilla. Experto en Comunicación y  Educación para el Desarrollo

La democracia es básicamente una cuestión de confianza. La que comúnmente denominamos representativa podemos decir que se basa en que las personas que  elegimos representantes confiemos en la capacidad de éstas para representarnos. La que llamamos participativa se apoya en la confianza de que el poder puede ser gestionado por la ciudadanía de forma sabia y ecuánime. De la primera forma de democracia estamos sufriendo constantemente sus lagunas, de la segunda tenemos históricamente sequía. ¿Por qué será esto? ¿Cómo es posible que, por más que la estudiemos, nos formemos y la invoquemos como utopía posible, la democracia participativa nunca llegue a instalarse realmente en nuestras prácticas políticas?

Parece tristemente acertada la aseveración de Paulo Freire que decía que los seres humanos nos relacionamos en términos de opresión, nos educamos como personas en ambientes opresores y reproducimos ese esquema de adultos. Da igual a qué lado del abanico político nos ubiquemos, la opresión y el ejercicio del poder de forma autoritaria acaba imponiéndose en nuestras rutinas. A veces la sufrimos como víctimas y al rato somos parte de los verdugos: somos indistintamente Pedro o el capitán de la obra de Benedetti.

Se trata de un mal hábito, una opción validada por nuestra educación, que se ha instalado en esa parte de nuestro cerebro que forma la base de nuestras acciones futuras y que tan difícil es de modificar por el momento en el que fue aprendida: nuestra infancia y preadolescencia. ¿Cómo pretendemos actuar desde el civismo de la participación con el modelo educativo tan opresor en el que nos hemos criado? ¿Cómo vamos a saber participar, y a creer en nuestras capacidades como personas, si la rutina educacional, pública y privada, nos ha tratado como estúpidos? Hemos crecido en un modelo educativo profundamente antidemocrático que se construye como primer espacio de socialización en las familias, se traslada a los barrios y se hace norma en las instituciones, según el cual las personas menores de una edad necesitan atención y vigilancia constante, guía y consejo, y necesitan, sobre todo, ir asimilando los contenidos que las personas adultas consideramos indispensables para convertirse en personas de provecho. A pesar de las declaraciones grandilocuentes a favor de la infancia y su reconocimiento de derechos a nivel internacional, ¿realmente consideráramos a los niños y a las niñas como seres humanos con los mismos derechos y capacidades que cualquier otro ser humano? Si les reconociéramos el derecho a participar que se invoca en la Declaración de Derechos de la Infancia, ¿realmente tendrían el sitio que tienen en nuestras sociedades? ¿No tendrían que ser las escuelas espacios de participación democrática?

Una cuestión de confianza

La desconfianza es la base de las escuelas antidemocráticas en las que se crían nuestros hijos e hijas y en las que nos hemos criado las personas adultas. No es una cuestión de mala fe, es una cuestión de inercia antropológica, es una transmisión del trauma original del que habla Claudio Naranjo, que se traslada de generación en generación, y que se traduce en leyes y métodos de enseñanza que encasillan a las personas de menor edad en espacios reglados en los que se han de seguir unas directrices y asimilar unos contenidos que poco o nada tiene que ver con sus necesidades e inquietudes.  Desde el punto de vista personal limita, cuando no cercena, nuestras habilidades y nuestra capacidad para conocer nuestros límites y nuestros dones, desde el punto de vista funcional no nos permite trabajar nuestra capacidad de emprendimiento y autonomía en la toma de decisiones, puesto que nos roba nuestro derecho a decidir y nuestro deber de ser responsables de las decisiones que tomamos. Este diagnóstico es ciencia. Hoy en día podemos certificarlo a través de la neurociencia: el proceso de aprendizaje no se produce en función de los contenidos que se traten sino en función del proceso que se siga para incorporar esos conocimientos, y ese proceso es inseparable de la motivación y de la vinculación con los intereses de los educandos, es decir, el aprendizaje se produce cuando nuestra atención y nuestra motivación están presentes en una acción. Esto rara vez sucede en la escuela reglada y sin embargo es una constante en nuestros aprendizajes en espacios no reglados: en nuestra relación libre con el entorno, en la escucha activa a personas a las que elegimos como referentes, en los juegos espontáneos, en la charla informal en la calle, en el ejercicio de nuestra humanidad con los demás seres humanos. Pero lo cierto es que apostar por este tipo de aprendizaje es una cuestión de confianza en los seres humanos y en su capacidad innata de aprender, es un cambio en la mirada que nos hacía concebirnos como seres dañinos los unos para los otros por otra en que las personas somos conscientes de nuestra interdependencia y de nuestra capacidad de amar.

Sí nos puede ayudar el hecho de saber que en tres años se han multiplicado por 15 las escuelas libres en España, pasando de 40 a 600 aproximadamente, y que la neurociencia y el profesorado universitario están abriendo múltiples líneas de investigación en este sentido. Son escuelas en las que los niños y niñas son felices y crecen aprendiendo y en contacto con sus deseos, intereses, necesidades e inquietudes, acompañados por educadores y educadoras cuya intención es respetar sus propios procesos y permitirles desarrollarse desde el conocimiento de si mismos, habiendo explorado sus límites y sus habilidades.

Un compromiso por el cambio

Los vientos del cambio, para serlo, no pueden reproducir el mismo esquema de ejercicio del poder en ningún ámbito de la acción política, y mucho menos en la educación. No es estratégicamente una opción. Una escuela antidemocrática que reproduce las situaciones de dominación y opresión constantemente, desde el ejercicio del poder adulto, traerá una ciudadanía resignada y sumisa, cuando no opresora, en la que ni siquiera el engaño y el robo sean motivos para descabezar a los de la parte alta de la pirámide del poder. Sin embargo, una sociedad cuya ciudadanía esté comprometida con el ejercicio de su acción política y se manifieste responsable de sus actos y omisiones solo saldrá de un espacio educativo en el que se tome conciencia y se haga práctica de ese poder autónomo y de esa responsabilidad desde la primera infancia.

Un cambio de perspectiva que incluya los avances de la neurociencia en cuanto a los procesos de aprendizaje e incluya los principios de la escuela libre en los programas educativos es el aval que necesitamos para asegurarnos de que no habrá marcha atrás en esta nueva forma de vivir en sociedad, de que las nuevas generaciones no van a permitir que se les hurte el futuro  con procesos pseudodemocráticos y de que no se van a conformar con vagas explicaciones sobre lo inevitable de los recortes y la orfandad de la crisis mientas viven el expolio de las cuentas públicas y el enriquecimiento de unas pocas personas cuando otras miles pasan a engrosar el porcentaje de personas en riesgo de exclusión.

El cambio, para que dure, ha de ser profundo más que rápido, ha de ser educativo más que persuasivo, ha de basarse en la pedagogía y no en el marketing. Tal vez de esta forma tardemos una década o más en notar algún cambio, pero cuando el cambio de paradigma llegue lo hará para quedarse; de lo contrario nos durará, con suerte, cuatro años.

 

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