Dominio público

El momento constituyente: la democracia ya no cabe en la Transición

Javier Franzé

Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Javier Franzé
Profesor de Teoría Política, Universidad Complutense de Madrid

Los dos conflictos centrales que atraviesan la vida política española parecen reunir similares características formales. Tanto la cuestión catalana como la crisis interna en el PSOE representan un conflicto que pone en juego los fundamentos de la totalidad del proyecto —partidario y de país, respectivamente—, en el cual un grupo dirigente intenta frenar desde una posición jurídica (juridicista, mejor) la emergencia de una voluntad proveniente de las bases, portadora de una nueva legitimidad.

Tanto en el PSOE como en la cuestión catalana, las cúpulas dirigentes —nacional española en un caso, la vieja guardia partidaria en el otro— parecen temer el pronunciamiento democrático de las bases como vía de solución de la cuestión, aferrándose a una interpretación de las reglas del juego vigentes. Como si en política la voluntad fuera reductible a la ley y los reglamentos.

Ambos conflictos dan lugar al tercero, más visible: la imposibilidad de constituir un gobierno. En efecto, ahora se ve con mayor claridad las causas de fondo del llamado "bloqueo electoral": España está viviendo un momento constituyente,  el sentido de que pocas veces en la vida de un país se discute la comunidad como tal, la forma y el sentido que se desea para ella. Hasta ahora, desde 1978 en adelante, en España sólo se había discutido el contenido y la forma de los gobiernos, porque sobre los pilares de la comunidad había (o pesaba) un amplio consenso. Resquebrajado el mismo, la discusión sobre el gobierno no se entiende per se, sin vincularla a la discusión constituyente, que pone sobre el tapete, básicamente, tres preguntas: ¿es España un país uninacional o plurinacional? ¿Es España un país socialmente integrado o con un tercio excluido? ¿Quién decide y cómo sobre ambas cosas?

A la luz de estos interrogantes, parece claro y legítimo por ejemplo que el Partido Popular y Ciudadanos marquen su línea roja en la uninacionalidad, y que Podemos, ERC, PNV y la ex Convergencia la tracen en la plurinacionalidad. Tanto como que para el PSOE sea traumático decidir de qué lado traza la suya.

Sin embargo, el discurso dominante, construido por los medios y los partidos, ha puesto en primera fila la parte más superficial de toda este momento histórico, reduciéndolo a un vodevil de intrigas palaciegas, intereses personales y traiciones variopintas. Por supuesto que todo ello está presente, pero no es lo central, precisamente porque siempre está presente. Si lo fuera, no se entiende por qué estamos ante una situación inédita. Lo que ha cambiado es la profundidad de lo que está en juego, cuya consecuencia, no causa, es el llamado "bloqueo electoral".

El modo dominante de mostrar la situación contribuye a generar la "irritación" y la "fatiga electoral" que luego son mostradas como resultado espontáneo de la mezquindad de la clase política. En efecto, si a los políticos se les formulan una y otra vez preguntas del tipo "¿prefiere usted apoyar al gobierno de Fulano o que haya terceras elecciones?" o "¿no le parece que los intereses del país están por delante de los intereses del partido?", la conversación que surge no puede sino ser plúmbea. Si en cambio se debatiera sobre los argumentos, ya no jurídicos, sino políticos, relativos a la legitimidad, de la decisión en favor o en contra del derecho a decidir, sobre el concepto de responsabilidad política y su aplicación para la corrupción, o sobre la tensión entre gobernabilidad y soberanía popular,  el debate permitiría —más allá de la capacidad de los interlocutores— no sólo ver lo que está en juego, sino también la compleja diversidad de proyectos de país que lo animan.

La política cupular de la Transición, que invitó a la ciudadanía a confiar el monopolio de la política a las elites políticas, económicas y culturales a cambio de prosperidad y paz, está topando con sus límites. Lo que antes la hizo avanzar, ahora la encalla. De ahí que los conflictos centrales sean entre una élite escriba que hace de la interpretación de la ley el principio de orden, y una ciudadanía que posee una voluntad no suficientemente coincidente con la de esa cúpula. La democracia ya no cabe en la Transición. No toda, al menos.

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