Dominio público

Irán, ante una nueva revolución

Nazanín Amirian

NAZANÍN AMIRIAN

02-08.jpgLas revoluciones se producen cuando los de arriba no pueden gobernar como antes y, al mismo tiempo, los de abajo ya no se dejan gobernar como antes". La idea es de Lenin –cuya pericia revolucionaria estremeció al mundo–, aunque requiere un matiz: que se produzcan no significa que triunfen en sus objetivos. Lo que hoy se gesta en las calles de Irán es una revolución contra una oligarquía militarizada y corrupta parapetada tras la versión más oscurantista de la religión. Tras la revolución constitucional de 1908, la que siguió a la nacionalización del petróleo en 1953 y la que en 1979 debía poner fin al despotismo, Irán afronta el cuarto intento en cien años para instaurar un Estado de derecho.
El líder supremo de la República islámica, Alí Jamenei, ha declarado que los manifestantes opositores son "enemigos de Dios" (moharab be Khoda, en persa), una grave acusación que se castiga con la pena de muerte, además de una declaración de guerra a toda reivindicación ciudadana y un portazo a cualquier solución pacífica que pusiera fin a la crisis. Para acallar la disidencia, el régimen está combinando la violencia legal con métodos de guerra sucia como atentados y el uso de los escuadrones de la muerte, algo que ya puso en práctica durante la década de los ochenta y hasta mediados de los noventa. Si entonces se reconocía la autoría de los ataques –responsabilizando a grupos autónomos de los servicios secretos–, hoy la novedad estriba en que se culpa a la propia oposición. Así, podrá justificar el estado de sitio para aplastar las protestas con la excusa de "preservar la seguridad ciudadana". Los detenidos bajo tortura confiesan lo que haga falta y piden ser castigados en procesos de pantomima que se antojan un remedo de los autos de fe de la Inquisición. Con la pena de muerte tipificada para una veintena de casos (desde amar sin autorización, hasta criticar a las autoridades en un blog), el terrorismo de Estado de la República islámica ha segado la vida de centenares de personas y ha arrestado a decenas de miles por todo el país, tan sólo en los últimos seis meses.
La República islámica –hoy pretoriana– lucha en dos frentes: uno contra la ciudadanía que reclama sus derechos civiles y el otro contra las voces que piden cordura desde el propio seno del sistema. En los últimos meses son sonados los síntomas de descomposición interna, como deserciones de diplomáticos en misiones en el exterior o la detención de numerosos clérigos y mandos militares. El régimen se desmorona mientras la tripulación abandona el barco, previo traslado de maletines llenos de petrodólares. Los militares islamistas (que desde la presidencia, en 2005, de Mahmud Ahmadineyad –apodado el Berlusconi iraní por su histrionismo–, controlan el poder ejecutivo además de los escalafones del Ejército y su arsenal) ya dominan el poder judicial y parte del Parlamento. Así han podido hacerse con los suculentos contratos de la construcción de grandes obras de infraestructuras del país, desde los proyectos del metro hasta los oleoductos o la venta directa del petróleo. Datos que confirman los peores presagios: que no cederán de forma voluntaria su poder sobre la segunda reserva de petróleo y gas del planeta.
Parece inevitable que el movimiento verde ascienda y amplíe los frentes de lucha ante las medidas impopulares del régimen, como el plan para eliminar los subsidios para los productos de primera necesidad. Las protestas aumentan a pesar de la represión, y a la batalla encabezada por mujeres y estudiantes de clase media que hoy reivindican los derechos civiles se unirán en breve los trabajadores víctimas de las políticas neoliberales de Ahmadineyad, cuyo Gobierno se enfrenta a un gran déficit presupuestario por la caída del precio del crudo y la gestión de la economía del país. La paralización de grandes proyectos como la refinería que se iba a levantar a orillas del Golfo Pérsico para producir 35 millones de litros de gasolina al día sólo es un aviso de lo que se avecina con el endurecimiento de las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU a causa del programa nuclear de Teherán. La privatización de cerca del 80% de las empresas estatales –banca, astilleros, líneas aéreas– y la liberalización de los precios han generando una inflación del 34% y un desempleo que afecta a unos 12 millones de jóvenes, que no reciben prestación alguna. Los datos oficiales revelan que 43 millones de iraníes vive por debajo del umbral de la pobreza, en uno de los países más ricos del planeta. Ahmadineyad aconseja a los trabajadores que coman pan y queso para luchar contra la corrupción del alma, pero no logra explicar el paradero de los 160.000 millones de dólares de beneficio de la exportación del petróleo, que se han esfumado de las arcas públicas.

Estados Unidos necesita seguir contando con la cooperación iraní en Irak y Afganistán y no tiene recambio ante una caída repentina de la República islámica, algo que sacudiría la región y la convaleciente economía mundial. El vacío de poder en Teherán no interesa a Washington, aunque el precio a pagar sea convivir con un Irán en el club nuclear, como decía Zbigniew
Brzezinski y muy a pesar de Israel. Barack Obama observa la marcha de los acontecimientos mientras sigue manteniendo contactos con Teherán, desconcertando a quienes creían en el aparente antagonismo entre ambos gobiernos. Por su parte, la disyuntiva de la República islámica está entre llegar a acuerdos puntuales con Occidente sobre el programa nuclear y dedicarse a aplastar el movimiento ciudadano o, con el mismo fin, buscar un enfrentamiento bélico que le sirva de cortina de humo.
A las ansias de la dictadura militar, que amenaza con ahogar el movimiento verde en su propia sangre, se le añade la falta de organización de dicho movimiento y un liderazgo sincero. Mir Hosein Musavi, al que le va muy grande dirigir una revolución, se niega a formar un frente unido de fuerzas opositoras, pretendiendo trapichear con el núcleo duro del régimen, con el que no sólo comparte la fe en un mismo Hacedor.

Nazanín Amirian es profesora de Ciencias Políticas en la UNED

Ilustración de Mikel Casal

Más Noticias