Dominio público

Almacenar residuos nucleares

Joaquim Sempere

JOAQUIM SEMPERE

02-13.jpgAlmacenar residuos nucleares no es lo mismo que almacenar ladrillos o cascotes. Estos son inertes, mientras que los residuos nucleares emiten radioactividad y calor. Los de media y baja radioactividad, que son en torno al 99% del total, se trasladan, en España, a una antigua mina de uranio situada en El Cabril (Córdoba). Aunque son
menos peligrosos que los de alta radioactividad, hace falta encerrarlos en bidones bien sellados y depositarlos en lugares seguros.
Un reciente informe de World Nuclear News señala que el Gobierno alemán ha ordenado que se retiren 126.000 bidones con residuos de baja y media actividad de una mina de sal abandonada de la localidad de
Asse (Baja Sajonia) donde se empezaron a depositar en los años sesenta. Las autoridades han estimado que hay riesgos porque esas minas han resultado geológicamente inestables y han empezado a llenarse de agua.
Los residuos de alta actividad, aunque ocupan mucho menos volumen (en torno al 1% del total), son obviamente más peligrosos. A los restos de plutonio hay que añadir, entre otros, los de estroncio y cesio, que emitirán radiaciones durante miles de años. Lo habitual es mantener estos residuos en piscinas de agua que protegen el entorno de sus radiaciones mientras son refrigerados y van perdiendo radioactividad. Luego se vitrifican, se combinan con hormigón, se encierran en bidones de acero, etc. para poder retirarlos de las piscinas.
Desde que existen centrales atómicas, se investiga sin éxito para lograr una solución definitiva para los residuos. Mientras, se adoptan soluciones provisionales. Se lanzan a fosas oceánicas profundas (entre ellas, las que hay ante las costas de Galicia) o se encierran en minas alejadas de poblaciones. Si los residuos de baja y media intensidad han de ser objeto de vigilancia permanente, como en el caso de Alemania, no hace falta decir que los de intensidad alta la requieren de modo más apremiante.
En 1979 el biólogo ruso Medvedev, exiliado en Reino Unido, relató un incidente ocurrido en 1957 en un depósito de residuos de la localidad de Khistym, en los Urales, sobre el cual la férrea censura soviética de prensa hizo caer un telón de silencio. El Gobierno soviético acabó admitiéndolo sólo 40 años más tarde. Al parecer, se acumularon grandes cantidades de residuos de alta actividad sin las debidas precauciones produciéndose sobrecalentamiento,

emisión de gases y explosiones químicas que dispersaron los materiales radioactivos. Se habló de un centenar de muertos directos por la explosión y de la evacuación de 20.000 personas de una amplia zona afectada por la contaminación radioactiva.
Hoy, más de medio siglo después, sabemos gestionar un almacén de estas características minimizando los riesgos. Pero el episodio de Khistym revela que los residuos nucleares no son inertes y que su deposición exige una vigilancia permanente para evitar desgracias. En un país como el nuestro hoy contamos con los medios para asegurarla. Pero ¿podemos estar seguros de que año tras año, siglo tras siglo, existirán las condiciones sociales y técnicas que harán posible una vigilancia fiable, y de que las condiciones geológicas no depararán sorpresas desagradables en algún momento del futuro? ¿Cómo justificar esta herencia envenenada a nuestros descendientes?
Miguel Ángel Quintanilla tenía razón cuando, desde este mismo periódico, argumentaba que las altas compensaciones que el Gobierno ofrece a los municipios que acepten el Almacén Temporal Centralizado (ATC) sirven para hacer frente a un riesgo imaginado más que a un riesgo real. Pero si las ofrece es porque nadie ha sido capaz de disipar la sensación de riesgo, aunque sea imaginado. En realidad, ese temor favorece un criterio muy racional, el principio de precaución: ante la duda, no exponerse, sobre todo si hay alguna razón para pensar que las ventajas no compensan los riesgos. Y ¿por qué menospreciar el miedo? El miedo ha resultado útil a la especie humana desde el punto de vista adaptativo para prevenir peligros. Cuando la incertidumbre se suma al peligro, el miedo puede ser buen consejero hasta nuevo aviso.
El asunto de los residuos pone en evidencia la falta de prudencia que supuso embarcarse, después de Hiroshima y Nagasaki, en la producción nuclear de electricidad. Ante el dilema de si proseguir o no con la energía nuclear, la carga de la prueba corresponde a los pronucleares. Y la verdad es que no dan salidas convincentes a las objeciones que suscita su apuesta. El argumento al que acaban apelando es que "todo tiene su riesgo" y que el temor al riesgo no debe paralizarnos si no queremos "detener el progreso". Pero ¿por qué es más progreso la energía nuclear que la fotovoltaica, la eólica o la solar termoeléctrica? ¿Por qué es más progreso despilfarrar energía que consumirla con moderación y eficiencia?
Se investiga para transmutar los elementos más radioactivos en otros que no lo sean o que lo sean sin peligro significativo. Pero en tal caso lo razonable es esperar a que esta investigación culmine: entonces sería el momento de reabrir el debate. Mientras tanto, lo prudente es esperar. Al fin y al cabo, las nucleares sólo aportan el 17% de la electricidad y el 6% de toda la energía consumida en el mundo. Esta cantidad se puede cubrir de sobra con las fuentes renovables hoy disponibles. Destinemos las enormes inversiones que se comen las centrales nucleares a desarrollar las renovables.
Por esto, y con independencia del procedimiento para elegir el lugar donde ubicar el necesario e inevitable almacén nuclear, los ecologistas tienen buenas razones para proponer que la decisión se vincule a un compromiso del Estado para cerrar todas las centrales españolas a medida que vayan agotando su vida útil. Si no se cierran, ¿cuántos años tardaremos en volver a discutir dónde instalar un nuevo almacén? Porque los residuos no cesan de salir de las centrales, por toneladas al año.

Joaquim Sempere es profesor de Teoría Sociológica y Sociología Medioambiental de la Universidad de Barcelona

Ilustración de Iker Ayestaran

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