Dominio público

El diez por ciento del siglo XXI

Pere Vilanova

PERE VILANOVA

03-16.jpgEstamos ya en 2010, de manera que ha transcurrido el 10% de la vida útil de este siglo XXI. No es mucho, pero un 10%, en términos de inflación, rebajas, etc., es considerable y, por los tiempos que corren, mucho más. Partiendo de la obviedad de que este simple ejercicio se basa en los parámetros culturales de nuestro calendario eurocéntrico en origen, pero universal en su alcance y aplicación, podemos comparar porcentajes similares de otros siglos.
Por ejemplo, el siglo XIX y el siglo XX. Una primera constatación es que a la altura de los años 1810 y 1910, respectivamente, se puede sacar una conclusión contundente. A aquellas alturas, nadie podía ni por asomo sospechar lo que se avecinaba, por lo que, sin prejuicio de algún descubrimiento documental sorprendente, se puede concluir que la dificultad de la prospectiva ha sido siempre un problema.
En 1810, por ejemplo, no se podía prever la derrota y caída de Napoleón en Waterloo cuatro años después o, en todo caso, la cadena de cambios estructurales en cadena que ello conllevó. Porque la derrota de Napoleón no fue sólo un espectacular evento militar, o el fin de una cierta aventura megalómana del famoso emperador. Fue mucho más. Por un lado, el cierre
propiamente dicho de la revolución francesa, iniciada en 1789. Implicó también que las potencias vencedoras de Napoleón, reunidas en el Congreso de Viena, procedieran a una vasta reordenación del sistema político mundial de su época. Un directorio de vencedores, pero sin Naciones Unidas, que no sólo procedió a repartirse propiedades del vencido, no. Rehízo el mapa del mundo (eurocéntrico) de su época, diseñando incluso el tipo de régimen político homologable, las "monarquías constitucionales limitadas". Con ello, a la vez entierra el absolutismo caduco anterior, pero intenta amarrar formas de Estado y de gobierno conservadoras, con instituciones públicas bien asentadas.
En el horizonte inmediato: la aparición de varias ideologías muy radicales y, diríamos hoy, antisistema, pues el siglo XIX verá aparecer proyectos como republicanismo, socialismo utópico, anarquismo, comunismo. Todas ellas tienen en común, por cierto, una dimensión transnacional, global, una aspiración mundial, por si alguien todavía cree que la transnacionalización de las ideologías es de la segunda mitad del siglo XX. Podríamos añadir que el siglo en cuestión fue el de la expansión del colonialismo europeo, el de las independencias latinoamericanas y el de la lenta construcción de lo que en el siglo siguiente serían las superpotencias: Estados Unidos y Rusia (posteriormente Unión Soviética). Se caracterizó ese siglo por tener un número limitado de actores estatales –varios de los cuales, por cierto, surgen del Congreso de Viena, verdadero creador de países– y ninguna organización internacional (eso sí fue un invento del siglo XX), y las reglas eran simples tanto para cooperar como para competir: comercio, diplomacia y guerra. Fue un siglo largo, algo desfasado, pues empezó en 1814 y acabó en 1914, con el estallido de la Primera Guerra Mundial, y en el que sucedieron muchas cosas y casi todas inesperadas. Todo esto lleva a una primera conclusión: para quienes lo vivieron en primera persona, los diez primeros años del siglo XIX fueron una experiencia que en ningún caso permitía prever o adivinar cómo serían las décadas siguientes.

Si trasladamos esto al siguiente siglo, constatamos que los años que van de 1901 a 1910 son un extraño respiro antes del cataclismo total, la Primera Guerra Mundial, que, por cierto, se llamó la Gran Guerra porque era la mayor de todas las guerras conocidas, hasta que llegó, claro está, la Segunda. En 1910, por ejemplo, nadie podía pensar que el siglo XX sería el de las mayores desgracias y amenazas que hubiera conocido la humanidad. No sólo hubo dos guerras mundiales, sino que el propio "arte de la guerra" se transformó como nunca antes, llevando la guerra a las ciudades, lo que incluyó a la población civil en la estrategia de destrucción del adversario y la innovación en armas impensables (como los gases). Y sobre todo, la extraña aventura de la carrera de armas nucleares, el equilibrio del terror y todo lo que ello implicó.
Para un europeo medio de 1909 fue totalmente imprevisible la crisis de los tres imperios hegemónicos (el ruso, el austrohúngaro y el otomano), el declive de las dos supuestas grandes potencias europeas (Reino Unido y Francia) y, tanto después de 1918 como después de 1945, la nueva proliferación de estados, fronteras y litigios entre grupos étnicos, religiosos o de otro tipo que todavía hoy, en ciertas áreas (como los Balcanes y Próximo Oriente), envenenan la política internacional.
No debemos por tanto preocuparnos mucho por la profecía, en el sentido que es un arte que va más allá que la prospectiva, modesto intento de anticipar algunas tendencias de futuro. No tenemos, nosotros, ciudadanos de 2010, por qué saber lo que pasará a 20, 30 o 50 años vista, porque, si miramos atrás, en las dos ocasiones aquí reseñadas nadie acertó. Sí que deberíamos, en cambio, esforzarnos en identificar y tomarnos en serio algunos indicadores de futuro preocupantes, por su potencial desestabilizador, como las crisis económicas y financieras globales cíclicas, las incertidumbres sobre el cambio climático, el futuro de las fuentes de energía, el agua, la agricultura (como proveedora de algo tan esencial como la comida).
Cuando uno mira atrás, en el fondo, ve que razones para el temor siempre las ha habido, pero no hay que incurrir ni en el catastrofismo ni en el optimismo ciego. Y la profecía es a la prospectiva lo que la astrología es a la astronomía.

Pere Vilanova es catedrático de Políticas en la UB y analista en el Ministerio de Defensa

Ilustración de Javier Jaén

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