Antonio Antón
Profesor de Sociología de la Universidad Autónoma de Madrid. Autor de 'El populismo a debate' (ed. Rebelión)
Se ha iniciado el cambio hacia un nuevo ciclo político-institucional en Cataluña, con un fuerte impacto en España. Los factores principales han sido la imposición del Estado español con la aplicación del art. 155 de la Constitución, con el aval de PP, PSOE y Ciudadanos, los resultados de las elecciones del 21 de diciembre, con un empate representativo entre partidarios o no de la independencia, y la formación de un nuevo Govern con mayoría parlamentaria independentista aunque dependiente de la nueva realidad de poder y legitimidad social.
Estas semanas estamos en una transición a la nueva etapa con un reajuste fáctico, institucional y de poder, simbólico y de legitimidad. Todavía la elección del President de la Generalitat, más o menos prolongada y conflictiva, es un momento transitorio y espectacular para cómo alumbrar la nueva etapa. La pugna jurídico-política sobre la investidura de Puigdemont (u otro candidato), con su escenificación mediática y su expresión simbólica y legitimadora, representa los últimos esfuerzos de cada parte por terminar de configurar el nuevo equilibrio de poder y legitimidad y las características de la relación de fuerzas y las estrategias de la nueva dinámica.
No hay una normalización completa, con el simple acatamiento de la legalidad vigente y el continuismo político e institucional del Estado, tal como desea el bloque partidario del art. 155, que quedó en minoría (43,5% frente al 55% en contra). En particular, el Estado autonómico actual aparece agotado. Ni tampoco, en el bloque independentista, hay una continuidad mecánica de la construcción de la República catalana (posición que también está en minoría, 47,5% frente al 52%); y salvo en el caso de la CUP, se inicia una adaptación o aplazamiento de su imposición unilateral inmediata buscando otras vías y ritmos.
El procés ha culminado una fase sin poder llegar a la implementación de la independencia. El bloque independentista mantiene una amplia legitimidad social y la mayoría parlamentaria en Cataluña pero se impone la evidencia de la insuficiencia de sus apoyos sociales y su capacidad de contrapoder (institucional, económico, de relaciones internacionales, popular...) para imponer un Estado independiente. Al mismo tiempo, las fuerzas unionistas han mostrado su poder estatal y se refuerzan, sobre todo, en el conjunto de España mediante el desarrollo de un nacionalismo españolista conservador, punitivo y centralizador.
Las élites dirigentes de ambos campos, con algunos reajustes internos (Ciudadanos frente al PP, Junts per Cataluña frente a ERC), representan los núcleos de poder neoliberal dominante y se retroalimentan mutuamente mediante el conflicto identitario de ambos nacionalismos. Ambos se enfrentan a la dinámica de cambio político de progreso, los procesos más amplios de democratización social y económica, así como a la dinámica de pertenencia comunitaria más abierta, democrática, mixta, plural e integradora tanto en Cataluña cuanto en España.
La confrontación identitaria y política entre ambos grupos dominantes busca su propia ventaja comparativa respecto del control y la gestión del poder institucional en su ámbito prioritario de influencia y en la configuración de su distribución en el conjunto del Estado. La competencia entre ambos núcleos de poder conlleva dos tendencias paralelas, complementarias y beneficiosas para ellos: 1) la hegemonía de la fracción de clase dominante en su respectivo espacio (justificado como objetivo de Estado o ‘nacional’, no de partido), así como el reajuste y el refuerzo de la representación política y su legitimidad pública en cada campo (en beneficio de Ciudadanos, con menor desgaste que el PP, y de Junts per Catalunya, utilizando el legitimismo de Puigdemont); 2) la subordinación de las fuerzas de cambio de cada ámbito en perjuicio de los intereses de las capas populares, junto con el bloqueo hacia una salida de progreso e inclusiva.
Esa dinámica de avivar el conflicto nacional y someter las demandas democráticas y socioeconómicas de progreso es funcional para los núcleos dirigentes de las derechas de ambos campos y el establishment (catalán, español y europeo). Por tanto, los intereses principales y las estrategias dominantes derivadas del actual equilibrio de poder y legitimidad permiten aventurar la prolongación del conflicto territorial, con nuevas formas. Quizá, con menos intensidad conflictiva en la pugna por la reestructuración de poder, o sea con una relativa tregua respecto de las medidas más duras de cada parte: ruptura institucional unilateral o disolución autoritaria de la autonomía. Es decir, por un lado, sin construcción interpuesta de estructuras de Estado propio y con gestión autonómica ordinaria; y por otro lado, sin una regresión dura y centralizadora. Aunque, sí con un forcejeo político de fondo, continuados emplazamientos mutuos y una fuerte pugna simbólica y discursiva.
Por tanto, vamos hacia una nueva etapa, por un lado, con otro proceso de acumulación de fuerzas del bloque independentista más lenta y cautelosa y, por otro lado, un proceso de continuismo y contención estatal. De momento, con subordinación de la dirección socialista, es decir, sin reforma constitucional sustantiva o apertura a una opción dialogada e intermedia donde quepan las fuerzas alternativas. Esta polarización hegemonizada por las derechas respectivas favorece el bloqueo de los cambios políticos y constitucionales necesarios, profundiza la brecha identitaria y la fractura socioeconómica y neutraliza la conveniente dinámica democrática e integradora en la cuestión (pluri)nacional y la transformadora e igualitaria en la cuestión social.
En resumen, el riesgo es un bloqueo duradero y a medio plazo de las fracturas sociales y nacionales de fondo, con intentos de desequilibrio hacia ambos lados nacionalistas, pero sin una salida extrema clara, bien de involución autoritaria en España, bien de escalada inmediata del conflicto secesionista. Aunque en ambos casos con riesgos de degradación de la democracia, pudrimiento de la convivencia en Cataluña y sin un horizonte de progreso social y económico y de integración solidaria y convivencia cívica. No es el futuro deseable y sería un fracaso histórico de ambas élites dominantes que podría arrastrar a mayores brechas sociales y autoritarismos.
En consecuencia, evitar esa involución social y ese conflicto identitario supone un nuevo reto para las fuerzas de cambio y progreso de ambos espacios: un proyecto de país de países, democrático y solidario y, al mismo tiempo, una agenda social transformadora de las graves condiciones materiales de las mayorías populares. Los dos aspectos van de la mano, son irresolubles por separado y son fundamento de la democracia: la justicia social y la convivencia intercultural y nacional solidaria.
La apuesta debe ser por un patriotismo cívico, con un proyecto de una España plural y solidaria, con valores democrático-igualitarios y laicos. Y con una adaptación institucional a las nuevas dinámicas locales y mundiales, una importante capacidad regulatoria del Estado, especialmente en las relaciones económicas y fiscales, pero con la recomposición de la gobernanza y las cosoberanías institucionales, hacia arriba (Unión Europea) y hacia abajo (naciones, municipios...). Por tanto, un modelo social y (pluri)nacional de España y su diversidad constitutiva, diferenciado y superador de la configuración uninacional y conservadora dominante en nuestra historia y basado en la mejor tradición progresista, federativa y democrático-igualitaria.
Comentarios
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