Un sistema democrático no puede dejar a un dictador en el mausoleo que se mandó construir y donde yace rodeado de las víctimas que provocó. Tener que seguir explicando algo así en 2019 es un buen medidor de la calidad de nuestra democracia.
El dictador Francisco Franco murió en una cama de hospital, de viejo, de enfermo. Según nos dijeron, un 20 de noviembre de 1975. Tres años después, España votó el referéndum del proyecto de constitución en clave afirmativa. Y comenzó la política del pacto de silencio: ‘prohibido’ hablar, ‘prohibido’ recordar. Mirar hacia adelante era la premisa posmoderna. Había mucho polvo que sacudirse de las espaladas. Aquí no había pasado nada. No había cunetas, ni expolios, ni desaparecidos. Tan solo, y durante los primeros años de gobierno socialista, el Boletín Oficial del Estado arrojó un puñado de ayudas económicas a viudas y ex combatientes de guerra. Partidos políticos y sindicatos recuperaron algunos bienes expoliados durante la rapiña franquista y, varias legislaturas después, un nuevo gobierno del PSOE ideó la tibia ley de memoria histórica. Fue la ‘década de la memoria’, que sumó también la causa penal contra el franquismo abierta en la Audiencia Nacional y frenada en seco, un movimiento que provocó el desembarco de las víctimas de Franco en Argentina, país que abrió un proceso contra altos mandos de la dictadura, aún en curso y con órdenes de detención emitidas. En paralelo a estos intentos de las instituciones por resarcir la memoria de los vencidos figura el trabajo de las asociaciones que aún hoy soportan la responsabilidad de dar cumplimiento a los derechos humanos en ausencia de una labor de Estado.
Estas iniciativas que han emanado de la judicatura y de las administraciones públicas bien entrada la democracia no han servido para construir un proceso de justicia transicional. Es decir, en España, las acciones aisladas de los gobiernos socialistas por ofrecer cierta reparación a las víctimas o el intento del exjuez Baltasar Garzón por judicializar los delitos de lesa humanidad de la dictadura no han construido un conocimiento colectivo aceptado y compartido del pasado reciente entre la población española de forma mayoritaria. Este fracaso se traduce en interpretar el pasado como un elemento de debate político, un arma arrojadiza en constante disputa.
Nuestro sistema judicial, institucional y político se ha edificado sobre cimientos de olvido, blanqueando décadas de dictadura cruel que trató de eliminar sistemáticamente a quien consideró adversario político. La Ley de Amnistía de 1977, principal argumento que esgrime la justicia española para esquivar las demandas de organismos internacionales de derechos humanos, dio carta blanca para ignorar los delitos. Cualquier transgresión de "intencionalidad política" quedaba amnistiada, olvidada. El dictador responsable del golpe de estado que desencadenó la Guerra Civil y que impuso casi 40 años de terror y retraso económico al país pasó a la historia como un jefe de estado más. Y hombres como Manuel Fraga, que mudaron la piel de franquistas a demócratas, fueron enterrados con honores ante una sociedad que normalizaba y aceptaba como políticos en democracia a franquistas que firmaron sentencias de muerte sólo unos años atrás. Nunca se dio una ruptura efectiva con el pasado dictatorial, no se depuraron responsabilidades –como sí ha sucedido en países con procesos similares- y la clase dirigente franquista continuó en sus esferas de poder (política, fuerzas de seguridad o judicatura) cambiando de piel pero no de ideas, blindándose así ante cualquier posible intento de reclamación de justicia.
Y, en este contexto, el gobierno de Pedro Sánchez centra toda su política de memoria histórica en sacar a Franco del mausoleo que le rinde homenaje. Una iniciativa necesaria y de higiene democrática que, sin embargo, llega sin haber antes hecho los deberes necesarios para transmitir a la sociedad el concepto de derechos humanos, hacer pedagogía del pasado, expandir esa verdad de las víctimas aún encerrada y apenas contada entre susurros y remover los obstáculos que impiden llevar a la justicia a los responsables de los delitos de lesa humanidad.
Décadas de ausencia de políticas públicas de memoria histórica y democrática derivan, también, en el espectáculo mediático que vivimos estos días: defensores ultras de Franco vertiendo loas al dictador sin apenas resistencias y en horario de máxima audiencia. Equidistancia, y bochorno, en estado puro.
Los hechos traumáticos que han atravesado a una sociedad forman parte de su patrimonio inmaterial pero, ¿cómo se puede cuidar aquello que se desconoce? Este sería el punto de partida de una política de memoria en el marco de los derechos humanos: arrojar luz al pasado transmitiendo verdad. Sólo así se puede dotar la sociedad de elementos pedagógicos necesarios con los que entender por qué un sistema democrático no puede dejar a un dictador en el mausoleo que se mandó construir y donde yace, además, rodeado de las víctimas que provocó.
Tener que seguir explicando algo así en 2019 es un buen medidor de la calidad de nuestra democracia pero, también, de la desorientación que puede generar la decisión del Ejecutivo socialista en ausencia de una educación previa en derechos humanos. Sin esa formación -y sin el cumplimiento por parte del Estado de las demandas de verdad, justicia y reparación de las víctimas del franquismo-, colocar como primera medida –y tal vez, la última- de tu política de memoria la expulsión del dictador de su mausoleo puede verse como una alteración del orden de prioridades, como la construcción de una casa por el tejado.
Comentarios
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