Tras cuatro meses desde las elecciones generales del 28 de abril, la situación política sigue bloqueada y cada vez parece más cercana la repetición de elecciones. No ha habido una negociación seria para conformar un gobierno de progreso. La estrategia de Sánchez (con sus asesores y la dirección socialista), desde el día siguiente, ha sido clara: un Gobierno monocolor con su propio programa.
Es un proyecto unilateral y prepotente, inadecuado respecto de la realidad plural, parlamentaria y social, y la necesidad de pactos para completar su minoría parlamentaria y la legitimidad pública de la acción gubernamental de progreso, confrontada con las derechas. El Partido Socialista se considera legitimado por derecho propio (‘no hay alternativa’), echa la culpa a los demás de la no aceptación o subordinación a ese plan y deja pasar el tiempo con una guerra mediática y política de desgaste hacia el resto, en particular hacia Unidas Podemos a quien quiere doblegar, a pesar de declararlo socio preferente.
En la anterior investidura la amenaza socialista de repetición electoral no era verosímil porque había una segunda oportunidad. Ahora, que es más imperioso conseguir su objetivo de gobernar en solitario y sin ataduras, se convierte en un chantaje más creíble. No obstante, aparte del rechazo de la mayoría de la ciudadanía, hay dos temas que cuestionan la legitimidad de su opción de ir a elecciones anticipadas.
Por un lado, habiendo posibilidades de un Gobierno compartido con Unidas Podemos, que se tocó con la punta de los dedos y se reconoce que sería una base aceptable para ambos, no se comprende su retirada por el presidente Sánchez; solo se puede interpretar como castigo desde la prepotencia para imponer su objetivo central: el monopolio del poder y la marginación de Unidas Podemos.
Por otro lado, ante la gente, especialmente la progresista, no hay suficientes motivos (expresos) que justifiquen esa convocatoria: solo persigue una modificación de la representación política de las izquierdas algo más favorable para el Partido Socialista, en perjuicio de las fuerzas del cambio. Pero, para esa redistribución interna del campo progresista no tiene suficiente sentido someter al conjunto de la ciudadanía a una nueva decisión, aumentada con la incertidumbre de otro escenario posible: la victoria de las derechas por la desactivación electoral de la gente progresista inmotivada por la irresponsabilidad de ese objetivo y la ausencia de un nuevo proyecto atractivo de cambio social e institucional, sin tanto temor, ahora, hacia la ultraderecha.
Tres hipótesis sobre el nuevo reajuste postelectoral
Por tanto, aunque el Gobierno socialista trate de eludir su responsabilidad por la convocatoria electoral echándosela a la espalda de los demás, la decisión es suya. Y frente a un acuerdo equilibrado sobre un proyecto plural y de progreso con Unidas Podemos, que rechaza (de momento), debe elegir qué hacer ante tres hipótesis.
Primero, su escenario preferido y su ilusión: mejorar esa relación de fuerzas políticas para consolidar su proyecto hegemonista de fondo, con una dinámica continuista, socioeconómica, territorial, europea e institucional, tras este año de promesas e indecisión.
Segundo, su escenario temido: la victoria (relativa) de las derechas con una gestión regresiva que imponga una gran involución social y política. No quiere hacerse cargo de esa posibilidad que utiliza para meter miedo a los demás sin asumir el riesgo de que se puede terminar esta expectativa de cambio de progreso. Les dejaría en la oposición para una larga temporada, con la agudización de su descrédito y debilitamiento político, pero, sobre todo, con unos efectos desastrosos para el conjunto de la mayoría social y, especialmente, la ciudadanía progresista.
Y, tercero, su escenario frustrante: la reproducción de un equilibrio similar, aunque sea algo más favorable hacia ellos, con la necesidad de volver a negociar acuerdos con Unidas Podemos y sectores nacionalistas; y para ese viaje no se necesitarían tantas alforjas, ni someter a la ciudadanía a un impasse de casi un año. La tarea volvería a ser conformar un gobierno compartido con un proyecto de progreso... o una nueva interinidad transitoria hasta conseguir una mayoría suficiente o convencer a Rivera de la operación gran centro.
Todo parece indicar que los asesores de Sánchez, aprendices de brujo, le aseguran un escenario embellecido tras la repetición electoral: su completa hegemonía institucional entre las izquierdas, con la derrota estratégica de las fuerzas del cambio y un nuevo bipartidismo, con su penetración en el electorado centrista a costa de un Ciudadanos derechizado y subordinado al PP.
Un plan irrealista, centrista y antipluralista
Por tanto, el plan del Partido Socialista es dependiente de esta expectativa doble: por un lado, obtener unos mejores resultados electorales, para imponer un Gobierno en solitario con un programa centrista y uninacional; por otro lado, forzar el debilitamiento de Unidas Podemos y sus aliados, incluso alimentando su división y la irrupción de una agrupación de izquierda más adaptable a la hegemonía socialista, de la mano de Errejón.
Pero ese objetivo es iluso por prepotente y antipluralista: cerrar el ciclo de la posibilidad de cambio social, democrático y de progreso en España, generado desde 2010/14 y consolidar la normalización institucional bajo el nuevo bipartidismo. Ello supondría renunciar a las transformaciones sociales e institucionales necesarias y a una solución dialogada y pactada respecto del conflicto territorial y, específicamente, el catalán. Incluso, a medio plazo, pretendería recuperar la operación gran centro, tras la aventura fallida de Rivera de hacerse con la hegemonía de las derechas y para aislar al PP (y VOX), y consolidar su centralidad para no dejar alternativa creíble a su derecha y a su izquierda. Todo un modelo de gobernabilidad continuista de una socialdemocracia a homologar con el eje liberal de Merkel-Macron.
El punto débil de ese plan es su escasa legitimidad ante las bases progresistas en España, mayoritarias respecto del electorado de derechas, que aspiran a un cambio real de progreso. Además, existe la posibilidad real de llevarlo a cabo, sin aventuras innecesarias de nuevas elecciones, ante las que podrían evidenciar su desafección a un proyecto prepotente.
Por tanto, su interpretación de la necesidad de acuerdos está mediada por ese plan unilateral que solo admite una plena subordinación de las fuerzas a su izquierda y unos pactos de Estado con su derecha. Dentro de su proyecto se difuminan las políticas concretas tras los objetivos de la justicia social, la democratización institucional, el reconocimiento de la plurinacionalidad, el respeto al pluralismo político y el giro de progreso que este país necesita.
La expectativa ciudadana, tras el 28-A, de que podría articularse un proyecto compartido en torno a esos objetivos ‘progresistas’ va decayendo. El motivo es esa determinación de la dirección socialista por imponer su proyecto: monopolio del poder, continuismo programático y ventajismo antipluralista. Solo que, ante la falta de legitimidad cívica, la oposición de parte de sus bases electorales y la firmeza del espacio del cambio, han tenido que redoblar la imposición propagandista (la pugna por el relato) para sustituir esa expectativa por sus otras prioridades que solo estaban latentes en el 28-A, que se empezaron a descubrir el día después y que se han manifestado claramente las últimas semanas.
Las causas de fondo de la posición hegemonista
Cuál es el proceso de fondo que explica esa posición tan hegemonista y ambiciosa. Qué proyecto estratégico hay detrás que dé coherencia a una posición tan rígida, con la sola excepción de una conversación apresurada durante solo cuarenta y ocho horas en vísperas de la fallida investidura. Ese es el marco para interpretar las dificultades para formar un Gobierno de progreso y, sobre todo, para poder vislumbrar una solución compartida pactando un proyecto gubernamental unido, plural y equilibrado, con una orientación democrática y de justicia social, para el que hay tiempo, aunque poco y con poca voluntad.
Hay un problema de confianza y de liderazgo, pero solo se puede resolver consensuando el proyecto común de país y el equilibrio plural de la gestión y la representación política. Para Sánchez las dos condiciones estaban resumidas en el escollo de Iglesias y su correspondiente exclusión del Gobierno. Pero una vez aceptado echarse a un lado aparece la sustancia profunda: el papel subordinado (y callado) de la representación de Unidas Podemos. Antes era con la fórmula de independientes o expertos afines sin calado político propio; después, sin apenas competencias y autonomía de gestión; siempre sometidos a la disciplina colectiva del Consejo de ministros y su Presidente, especialmente en su función comunicativa y ante los posibles desacuerdos. No se planteaba pactar los desacuerdos o regular cierta pluralidad en la expresión, no de los ministros pero sí de la propia fuerza política, incluido en el tema catalán, sino acumular más justificaciones y pretextos para imposibilitar el acuerdo.
Es decir, el escollo principal va más allá de restringir la relevancia política de Iglesias; sale, por fin, a la luz y alumbra apenas este periodo tras la investidura fallida y de preparación de las nuevas elecciones generales después de la escenificación de la segunda investidura fallida: total control y hegemonía política, centrismo programático (adornado de participación de la sociedad civil, pero sin prioridades ni garantías de cumplimiento) y continuismo territorial, con la neutralización a medio plazo de una salida y un espacio por la izquierda. Así, es imposible construir una confianza mutua que la dirección socialista no persigue, particularmente, con Unidas Podemos.
El coste para implementar esa hegemonía es doble. Por un lado, hacia Ciudadanos como competidor de una base electoral a recuperar, con su castigo por su renuncia a la operación gran centro, la más querida por la dirección socialista (y los poderes fácticos y europeos). Está claro el objetivo inmediato socialista de promover su debilitamiento y su crisis como medio para presionar hacia su reorientación y obligarle (o que le obliguen) a su vuelta al redil del gran centro. Es la ilusión, dentro del bipartidismo con consenso de Estado, del aislamiento gubernamental prolongado del PP (y su apoyo en Vox y CS), garantizando la hegemonía socialista desde la centralidad institucional y programática, es decir, para el continuismo neoliberal-renovado y uninacional y la gestión principal de la responsabilidad del Estado. Su punto débil: que las derechas y lo que representan, no se dejan.
Por otro lado, la presión es hacia Unidas Podemos y sus aliados de los Comunes de Cataluña y Galicia, como representación política e institucional de todo un espacio alternativo generado en España en esta última década con un perfil democrático y de justicia social, que es el aspecto de fondo a aminorar y someter.
El déficit en la clarificación del proyecto de cambio
Lo que no se ha discutido expresamente y permea el debate del tipo de composición gubernamental y su programa político es el proyecto de conjunto que articula ambos aspectos y que define un modelo de país y, específicamente, un modelo de gobernabilidad con un reequilibrio plural de poder institucional que contemple su desarrollo a medio plazo. Y no puede subsumirse en el tipo de gobierno, monocolor o compartido, o un programa, sobre el que hay que precisar su orientación global y sus prioridades, así como las garantías de su cumplimiento.
El pretexto de fondo para rechazar un Gobierno compartido es la distancia de ‘proyecto’, no solo de programa (Cataluña, reforma laboral, pensiones...), sino del modelo de país que se va implementando, la actitud conjunta ante sus obstáculos y los poderes establecidos y, particularmente, la dinámica sociopolítica generada para el reequilibrio de poder y legitimidad conseguidos a través de su gestión. Ejemplo de ello han sido las últimas exigencias socialistas de Gobierno cohesionado frente a dos (supuestos) gobiernos, con el peligro de la insubordinación o autonomía de Unidas Podemos en su gestión y actividad comunicativa para su beneficio partidista.
En el lado contrario, las contraofertas de Unidas Podemos, no solo de concesiones programáticas y de la relevancia cualitativa y competencial de su gestión, sino de compromiso de lealtad ante las políticas de Estado, dejadas en manos socialistas. Pero no han sido suficientes para el Partido Socialista; quiere más compromiso en la sumisión.
Por tanto, este tema central de regulación del pluralismo apenas se ha discutido. Al dar por supuesto, desde el principio, la imposición del Gobierno monocolor expresa la dirección socialista su falta de voluntad para aceptar un proyecto negociado y compartido. Por otra parte, al hacer, fundamentalmente, hincapié en el Gobierno de coalición no se ha abordado el sentido y la regulación del proyecto de conjunto.
Al final, el Partido Socialista, como una justificación más, admite la distancia irreversible de proyectos, la famosa falta de confianza o fiabilidad, cuando no ha querido entrar a fondo en hablarlo y pactarlo. Pero esa es la única posibilidad de avanzar en un compromiso: la clarificación y articulación, dentro de un proyecto compartido, de los legítimos intereses partidistas, los reajustes de la gestión gubernamental y la representación política, con un diseño de los equilibrios de poder y el proceso global de transformación para España.
Por tanto, la negociación, no hecha, debería haber garantizado, no solo la alianza política e institucional y la estabilidad del cambio de progreso a implementar, sino las garantías y potencialidades para su desarrollo equilibrado a medio plazo, en la búsqueda de un interés común: consolidarse las dos partes y dar prioridad a un ciclo de cambio progresista en España (y referente en la Unión Europea), en detrimento de una dinámica reaccionaria y regresiva de involución social, democrática y cultural hegemonizada por las derechas e incluida la ultraderecha.
Es la expresión de un proyecto político, que aunque incorpora una determinada composición del Gobierno y de programa, tiene un fondo más global, sin discutir públicamente: el tipo de país y, sobre todo, el tipo de articulación representativa y de poder que se desea para el próximo lustro. Sin embargo, el objetivo subyacente de la dirección socialista parece que se concentra en cerrar la etapa de incertidumbre para su hegemonía provocada por la relativa paridad representativa en las izquierdas surgida en las elecciones generales de 2015 y 2016, con la consolidación del llamado espacio del cambio (incluido en el ámbito de los grandes ayuntamientos e, incluso, superando al Partido Socialista en algunos territorios significativos como Cataluña).
Así, se deduce la determinación de obtener el monopolio del poder, de su gestión y orientación programática continuista, con garantías para su reproducción y ampliación político-electoral; conlleva la subalternidad de Unidas Podemos, para evitar su consolidación. Por tanto, se trata de un objetivo de parte, ventajista y escasamente democrático. Además de irrealista, no respeta el pluralismo político, ni los resultados electorales. Está pensado para seguir modificando el estatu quo, el equilibrio a su favor de las fuerzas representativas entre las izquierdas. La consecuencia sería terminar con un ciclo político en el que se ha puesto en cuestión su total hegemonía, se ha roto con el bipartidismo en la representación de las izquierdas (también en el de las derechas) pero con una relación de fuerzas que todavía es de dos a uno en votos. Es, todavía, una situación en disputa; o sea, un riesgo para la estabilidad a largo plazo de su poder y la etapa política venidera.
Qué hacer ante la investidura y más allá
Una última aportación para las fuerzas del cambio. Aparte de la necesaria reflexión sobre las deficiencias y errores cometidos, se impone el debate sobre algunos interrogantes. ¿Qué hacer con semejante pretensión y chantaje de la dirección socialista de gobernar en solitario, con el monopolio (real) programático y de gestión y su deseo de la derrota estratégica y disgregación del espacio del cambio? ¿Llegará al precipicio, saltando a la convocatoria electoral, aun sin la seguridad de ganar de forma partidista, antes que admitir un proyecto pactado, con una base programática de izquierdas acordada y una gestión compartida? ¿O es otro farol, para imponer a Unidas Podemos una rebaja mayor y una completa sumisión, inaceptables para ellos, sacar ventaja mediática en la campaña electoral y despedir cualquier espejismo de su participación institucional a nivel estatal, incluso de su aceptación plural como un actor suficientemente representativo?
En todo caso, sin esperar que el Gobierno de Sánchez asuma su responsabilidad y antes de que nos someta a esos riesgos para la ciudadanía a costa del espejismo de su refuerzo ventajista, hay que hacer un ejercicio desde la responsabilidad colectiva por el futuro de progreso para el país y en beneficio de la mayoría cívica. La propuesta buena, el Plan A, es el acuerdo integral, programático y de gestión, articulado en un proyecto compartido, que daría solidez al compromiso y es el ámbito por precisar.
Pero, ante su imposibilidad derivada de la previsible prepotencia socialista y su voluntad de ir a nuevas elecciones, y contando con la correspondiente pugna por el relato sobre su responsabilidad por no aceptar un proyecto unitario de cambio, cuál sería la alternativa menos mala, el Plan B. ¿Existe, o es conveniente? Es un debate urgente y necesario de realizar colectivamente para adoptar una posición lo más consensuada posible.
Diversos analistas, con argumentos adaptativos y/o radicales, prefieren, ante esa tesitura extrema, ofrecer el apoyo de investidura a Sánchez, evitar la convocatoria electoral con el riesgo de mayor involución social y democrática y realizar una actividad posterior de oposición y/o acuerdos concretos, aparte de reforzar el campo propio de las fuerzas del cambio. Otra posición es afrontar con serenidad el reto electoral, con la esperanza de neutralizar los escenarios más negativos, defender similar equilibrio representativo y de influencia y evitar las grietas y divisiones internas. Faltan algunos datos y el impacto de los relatos respectivos. Ambas tienen pros y contras y aventuran una etapa de incertidumbre. Quizá haya otras. Se trata de acertar y dar una lección de inteligencia y liderazgo colectivos por el bien del país, de la democracia y la justicia social, así como del espacio del cambio de progreso.
Comentarios
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