Dominio público

Las lágrimas también son universitarias

Antoni Aguiló

Filósofo del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra

Estudiantes en el campus de Vicálvaro de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid (URJC). E.P./Eduardo Parra
Estudiantes en el campus de Vicálvaro de la Universidad Rey Juan Carlos de Madrid (URJC). E.P./Eduardo Parra

Hace unas semanas tuve la oportunidad de participar como ponente en las jornadas Diálogos sobre masculinidades. Una mirada sobre la experiencia de la (des)igualdad, organizadas por la Oficina de Cooperación al Desarrollo y Solidaridad de la Universidad de las Islas Baleares y la asociación por la igualdad de género Homes Transitant. El objetivo era generar desde una perspectiva crítica y aliada con el feminismo un espacio de debate y reflexión en torno a la pregunta sobre si es posible una mirada crítica y transformadora sobre la masculinidad vista desde el privilegio masculino.

Lo que más me impactó fue el poder de las jornadas para desafiar ciertas lógicas patriarcales y academicistas que aún hoy condicionan lo que se enseña y lo que se hace en la universidad. La universidad sigue siendo un espacio de dominación masculina, a pesar de que las mujeres sean porcentualmente mayoría en las universidades españolas. Y sigue siendo también un espacio elitista donde la construcción del saber no se inspira en la experiencia de sectores populares, sino en los intereses de los poderosos, de quienes históricamente han estado del lado de la opresión y la injusticia. Ya lo advertía en 1959 el Che Guevara en su discurso de investidura como doctor honoris causa por la Universidad Central de Las Villas, donde le pide a la universidad que "se pinte de negro, que se pinte de mulato, no solo entre los alumnos, sino también entre los profesores; que se pinte de obrero y de campesino, que se pinte de pueblo, porque la Universidad no es el patrimonio de nadie y pertenece al pueblo".

Patriarcado y academicismo son dos lógicas de poder que se protegen. Los hombres hemos pasado demasiado tiempo en esa "habitación propia" que Virginia Woolf reclamaba como espacio de creación y emancipación femenina. Allí aprendimos a pensar, a sentir y a expresarnos como hombres; aprendimos que las tareas intelectuales deben regirse por la objetividad y el desapego emocional; que hay que reprimir ciertos sentimientos; que dos hombres solo pueden ser amigos; que las mujeres son seres dependientes del varón y que el papel de este en la sociedad se desarrolla en la esfera pública.

Allí dentro también aprendimos a producir conocimientos que desde siglos vienen marginando la voz, los saberes, las experiencias y las necesidades de las mujeres; conocimientos que consagran la hegemonía del pensamiento discursivo basado en libros y clases magistrales frente a un pensamiento incapaz de incorporar lo afectivo, lo cotidiano y las experiencias de vida; conocimientos que bajo la coartada de la neutralidad abominan de cualquier toma de posición que huela a compromiso social; conocimientos que convierten a las personas en objetos para investigar sobre ellos, pero casi nunca con ellos.

Fueron precisamente estos códigos del conocimiento patriarcal heredado los que saltaron por los aires cuando en sede universitaria uno de los participantes rompió a llorar al relatar su proceso de transición del machismo hacia la igualdad. Entre sollozos, agradeció haber puesto sobre la mesa temas que particularmente a los hombres les infunden tanto temor, afirmó sentirse afortunado por poder participar en las jornadas y celebró encontrarse en un espacio amigable que le había brindado la oportunidad de reconectar con la gente.

La universidad no es un espacio emocional seguro. Es un espacio público regido en gran parte por la mercantilización, la competición y la clasificación elitista, como lo ponen de manifiesto la carrera por formar parte de los rankings universitarios internacionales y la obsesión del personal docente por engordar su currículum a fin de puntuar en los baremos de acreditación. Si pudiéramos leer la mente de un investigador sujeto a los dictados del mundo académico neoliberal, veríamos que las palabras que predominan son artículo, impacto y financiación. Esto convierte la universidad en una institución burocrática que ahoga la reflexión crítica y se orienta por criterios mercantilistas.

Las lágrimas de nuestro compañero atentaban contra esa herencia emocional tóxica que reproduce los privilegios del sistema patriarcal en la universidad y es urgente superar. El binarismo de género reprime la exhibición pública de la emocionalidad masculina, da por sentado que la expresividad emocional es una característica esencialmente femenina. Sin embargo, no siempre fue así. Los hombres siempre hemos llorado. Como muestra Tom Lutz, la aceptación del llanto masculino ha variado en el tiempo y la cultura. En la Ilíada, Ulises llora varias veces. Derrama lágrimas por su hogar, por sus seres queridos y sus compañeros caídos en combate, pero nunca se derrumba por la soledad o la frustración, que los antiguos griegos desaprobaban como razones aceptables para que un guerrero llorara en público. El Antiguo Testamento también está repleto de referencias al llanto. Los antiguos hebreos lloraban como parte de sus súplicas a Dios. Los autores del Evangelio no sentían que las lágrimas fuesen una amenaza para la virilidad o la divinidad de Cristo y registraron que Jesús lloró. En las epopeyas medievales europeas, así como en los clásicos de la época romántica, pueden encontrarse innumerables ejemplos de llanto masculino en la literatura y las artes. El romanticismo vio las lágrimas como prueba de sinceridad masculina. La Ilustración marcó el comienzo de un ideal de virilidad más racional. Las lágrimas comenzaron a verse como más propias de la mujer, asociadas con la debilidad y la irracionalidad. La visión cultural del llanto masculino ha ido cambiando, y aunque todavía esperamos que los hombres lloren menos que las mujeres, el patriarcado se ha visto obligado a considerar más aceptable que un hombre llore en público.

Sin embargo, las lágrimas no son las únicas damnificadas por el saber académico patriarcal. En general, lo son todas aquellas partes del cuerpo vinculadas al placer y las emociones. En 1968, Theodor Adorno, uno de los pioneros de la Teoría Crítica, que había hecho contribuciones notables sobre las formas de alienación y autoritarismo en las sociedades capitalistas, se enfrentó con dureza al movimiento estudiantil. En señal de protesta ante tanto conservadurismo e incoherencia, tres estudiantes irrumpieron en una de sus conferencias, le enseñaron sus pechos y le "atacaron" con flores y caricias. Las lágrimas disidentes del compañero nos recuerdan la necesidad de destruir los prejuicios machistas y academicistas que la universidad arrastra, pero también nos convocan a otro tipo de conocimiento. La universidad y la educación en general necesitan más caricias, más flores (más razón poética, como diría María Zambrano) y menos Teoría Crítica.

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