Dominio público

Los hombrecitos y las ‘mujercitas’

Octavio Salazar Benítez

Imagen de la película 'Mujercitas' (2019)
Imagen de la película 'Mujercitas' (2019)

No encuentro mejor manera de empezar el año que reconciliándome con la pantalla grande de un cine, mirándome en el espejo y mirando a través de la ventana, en esa oscuridad compartida en la que por unas horas es posible el milagro de la empatía. Fue así como he empezado este 2020, en una sala casi completa, en la que los hombres nos podíamos contar con los dedos de las manos y en la que mujeres de todas las edades parecían dejarnos claro, una vez más, la pisada fuerte de su inteligencia. He empezado el año, lo confieso, viendo Mujercitas.

Hace unos días leía un reportaje sobre cómo esta película, de entrada, generaba el rechazo de muchos varones (), que de manera inmediata la identificaban como "de mujeres" y muy lejos de lo que ellos entienden por interesante. Se confirmaba así una división del mundo y, con él, de la cultura, en dos esferas separadas que durante siglos nos ha divido de manera jerárquica, porque lo importante, lo valioso, lo que podíamos identificar con la Humanidad se declinaba en masculino. Lo relacionado con las mujeres siempre ha sido más pequeño, devaluado y secundario. La otredad mediante la que el patriarcado, que es también un orden simbólico y narrativo, ha construido la superioridad de los hombres y de lo masculino. Es decir, la masculinidad como ojo que mira y que desea, como autoridad que reparte beneficios, como pasaporte hacia el reconocimiento público.

El gran valor de una película como Mujercitas, y muy especialmente en esta versión urdida por Greta Gerwig, es justamente mostrarnos esa otredad, esa parte del contrato habitualmente no reconocida como valiosa y que, sin embargo, es la que de manera más directa tiene que ver con la vida. Una parte que, a su vez, nos muestra el rostro verdadero del patriarca. Tal vez por eso, y no solo porque se trata de una película "femenina", muchos varones rechacen verla, porque en ella también somos retratados, con nuestros privilegios y miserias, y eso es algo que no siempre quien está habituado a ser el héroe resiste con elegancia. Y no que la directora de la bella Lady Bird haya hecho de la novela de Louise May Alcott un panfleto feminista, pero sí que es cierto que, a diferencia de las versiones anteriores, hay en ésta un más que subrayado compromiso con la autonomía de las mujeres, además de una opción narrativa, no lineal, que encaja mucho mejor con las quebradizas existencias de quienes empezamos a darnos cuenta de que somos turbulentos fragmentos de memoria y presente.

La historia de Jo y de sus hermanas, que en tantas ocasiones se ha visto como una exaltación de los vínculos familiares o de las capacidades femeninas para forjar lo que en términos contemporáneos podríamos definir como sororidad, acaba siendo en manos de Gerwig una muestra de cómo las mujeres han tenido que luchar por su autonomía y cómo está, tal y como nos dejara claro Virginia Woolf, está íntimamente relacionada con la independencia económica. Lo cual supone, como nos explica la película, rebelarse contra el destino de ser esposas y, por lo tanto, contra el matrimonio concebido como una transacción económica. Fuera de él, durante siglos, y como se explica en un momento de la cinta, a la mujer sólo le quedaba, para sobrevivir económicamente, ser puta (o actriz, que vendría a ser lo mismo). De ahí que la pasión de Jo, interpretada por la magnética y poderosa Saoirse Ronan, no solo sea, que también, pasión por la escritura, sino también apuesta radical por ser ella misma en un mundo que la condenaba a ser para otro. Por ello es tan interesante además ese punto de androginia con que la película nos la presenta y que comparte con el protagonista masculino, el Laurie interpretado por Timothée   Chalamet, y que también escapa a la definición heterodoxa del varón heroico. Jo y Laurie, con el sexo de los nombres intercambiados, son, como demuestran bailando juntos "en las afueras", dos personas que, de manera muy diferente, luchan contra los esquemas rígidos de la sociedad que les tocó vivir.  Una sociedad en la que ellas eran seres para el amor y ellos individuos proveedores. En la que a ellas se les negaba el alma y  la cabeza y en la que a ellos se les presuponía el valor para ir a la guerra o para no defraudar el linaje al que pertenecían.

El verdadero sentido de los clásicos es que son capaces de resistir el tiempo y que generan en cada momento una lectura adaptada a las circunstancias. Mujercitas, que para muchos ha sido siempre una obra menor, "de mujeres", ha demostrado sobradamente que ha alcanzado esa categoría y la versión de Gerwig es buena muestra de ello. Narrada con fluidez y elegancia, casi de manera coreográfica, obligando al espectador a vivir los saltos temporales como una pulsión emocional más, con una fotografía cuidadísima y una música de Desplat que acompaña sin subrayar en exceso, y con un reparto impecable, estas Mujercitas del siglo XXI  nos interpelan muy directamente sobre las cuestiones que todavía hoy tenemos pendientes, y que no son otras que las relacionadas con lo mal que seguimos sin resolver las distintas esferas de nuestras vidas. Algo que sobre todo para las mujeres continúa siendo un obstáculo a veces insalvable para su felicidad. Pero es que, además, y tal vez en esta versión lo podemos comprobar mejor que en ninguna otra, Mujercitas es también una bellísima recreación de la febril pasión que supone crear, inventar otros mundos, urdir historias como hace Jo, que, como la misma Alcott, se ve obligada incluso a escribir con las dos manos. Vestida, fíjense, con una casaca de guerrera. Mujercitas es pues también un alegato a favor de las capacidades creadoras de la mitad que hace ya tiempo empezó a rebelarse contra el papel de "musa", librado una batalla que todavía hoy, pese a las conquistas, tiene muchos muros por derribar. En este sentido, Jo es también la hermana de Shakespeare que a las jovencitas de hoy les dice que son mucho más que corazones preparados para amar. Ahora ya solo queda que también los hombrecitos nos demos cuenta de la parte de la lección que a nosotros nos toca aprender.

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