Fernando Haddad no lo podía creer. Del otro lado de la línea, tenía al jefe de gabinete de la Presidencia, Gilberto Carvalho, al borde de un ataque de nervios. La presidenta Dilma Rousseff quería saber qué diablos era ese tal de kit gay del que hablaban todos. Una expresión marquetinera, pegadiza (¿te suena: pin parental?); apenas dos monosílabos que daban vida a un objeto inexistente y habían provocado una crisis política.
Él era ministro de Educación y ahora tenía que explicarle a su jefa que no había ningún plan de su cartera para "enseñarles a nuestros hijos a dar por el culo", como decían un grupo de pastores evangélicos y aquel ridículo diputado de ultraderecha, exótica figura del "bajo clero" que había hecho del escaño un chiringuito para darle empleo a su familia.
—Gilberto, para dos segundos para pensar y cálmate. Eso no existe —respondió Haddad. Pero, a esa altura, ya no importaba y él lo sabía. Medio país se lo había creído. Había que hacer algo.
El ridículo diputado se llamaba Jair Bolsonaro y faltaba casi una década para que fuera presidente. Nadie lo hubiera imaginado. El inexistente kit gay era su nuevo caballito de batalla, que volvería a usar contra Haddad en 2018, cuando el exministro se postuló a la presidencia por el PT tras de la prisión política que proscribió a Lula Da Silva. Una de las fake news más exitosas de la campaña subterránea del candidato fascista, que viralizó a través de Whatsapp y las redes sociales, fue que, como parte del famoso kit gay, Haddad había distribuido biberones con forma de polla en las maternidades.
Todo era culpa del diputado gay Jean Wyllys, a quien Bolsonaro odiaba como a nadie en el mundo y le atribuía el plan marxista y "feminazi" para transformar a todos los niños brasileños en maricones, con la ayuda de "los derechos humanos", esos rojos.
Pero ¿qué había pasado realmente en las últimas semanas, antes de que Haddad recibiese la llamada de Carvalho? Los diputados habían aprobado una enmienda al presupuesto para asignar fondos para un programa de combate a la homofobia en el sistema educativo. Nada muy diferente de lo que se hace en cualquier país civilizado y democrático en el siglo XXI. El Ministerio de Educación había llamado a especialistas y organizaciones no gubernamentales para ayudar a diseñar el programa, que se llamaría Escuela sin Homofobia e incluiría talleres, educación sexual, capacitación de profesores para saber cómo lidiar con situaciones de discriminación y bullying escolar, materiales pedagógicos que ayudasen a hablar de diversidad y combatir prejuicios.
Todo estaba aún en la fase de evaluación técnica, ni siquiera había comenzado a implementarse, pero ya se derrumbaba.
Bolsonaro y los pastores habían inventado muchas versiones sobre qué era el kit gay y las usaban todas, dependiendo del horario y lugar. Mostraban unos folletos del Ministerio de Salud, de una campaña de prevención del VIH dirigida a las prostitutas, y decían que eso era el kit gay y se estaba distribuyendo en las escuelas. Fotografiaban caricaturas de una sátira para adultos publicada en Portugal, As gêmeas marotas, y decían, otra vez, que eso era el kit gay. Hacían circular por las redes una imagen que simulaba ser la tapa de un libro infantil, con el título "KIT-GAY", rosa y en mayúsculas, y un dibujo de dos chavales practicando el sexo anal. Y así hasta el infinito, mintiendo sin pudor.
Llegaron a decir que les estaban pasando filmes porno a los niños en la escuela. Niños bien pequeños, pequeñísimos. Y era porno gay, claro, y comunista, porque la ultraderecha ve comunistas hasta en la sopa (hasta en el porno) y, a esa altura, comunismo, "homosexualismo" (ellos no dicen homosexualidad) y feminismo daba igual: todo estaba en el kit gay.
Bolsonaro y los pastores (entre ellos, su actual ministra Damares Alves, una lunática que dice que habló con Jesucristo en un árbol de guayaba) se montaron un show. Usaban videos de audiencias públicas realizadas en el parlamento, sobre derechos de la población LGTB, editando las intervenciones para hacerles decir a los panelistas algo que no habían dicho. Los acusaban de pedófilos, porque siempre paga asociar homosexualidad y pederastia, y decían inclusive que Wyllys quería legalizarla. El diputado fascista, cada vez más popular, subía a la tribuna del Congreso y decía toda suerte de mentiras, que luego los medios de comunicación reproducían como si fueran ciertas.
Donde deberían titular "Bolsonaro miente sobre un programa educativo", los periódicos titulaban: "Bolsonaro critica el kit gay". Y la televisión llamaba a "ambos lados", es decir, gays y homofóbicos, que sería como organizar un debate entre judíos y antisemitas.
Envalentonados, los diputados del poderoso grupo parlamentario evangélico le hicieron saber a Dilma Rousseff que, si no cancelaba el programa Escuela sin Homofobia, iniciarían un boicot parlamentario contra su gobierno y abrirían una comisión investigadora contra uno de sus ministros, acusado de corrupción. Y Dilma cedió. Dijo a la prensa que no permitiría "propaganda de orientación sexual en las escuelas" y ordenó a Haddad cancelar cualquier política contra la homofobia escolar.
Así, además de darles la victoria a Bolsonaro y los pastores, la presidenta parecía estar reconociendo que todas las mentiras dichas por la ultraderecha eran ciertas, porque, cancelado el programa, lo único que sobró de él fueron sus falsificaciones, todo lo que nunca había existido. Pero, también, la fatídica frase reforzaba aquello que la ultraderecha quería que la gente pensara: que era posible "adoctrinar" a los niños con "propaganda gay" para convertirlos, como los vampiros y los zombis.
En mi libro El fin del armario, que llega a las librerías españolas el 17 de febrero y ya está en preventa, cuento con mucho más detalle esta historia, que continúa y es mucho peor de lo que parece en este resumen. Cuento, también, cómo el discurso de odio, las fake news y los prejuicios (inclusive, de quienes no lo votaron) ayudaron a Bolsonaro a llegar al poder. El PP de allá (PSDB) prácticamente desapareció (poco más del 4% en las últimas elecciones), porque tanto trató de imitar a la ultraderecha que su electorado, después de comprar el mensaje, decidió que el original era mejor que la fotocopia y no los votó más. ¿Te suena, Pablo Casado?
La izquierda, por su parte, pagó caro la lección: ante el discurso de odio de la ultraderecha, no se retrocede, sino que se lo combate, se les quita la máscara a los mentirosos y los fascistas, se los denuncia y se defienden las políticas que sirven para hacer las sociedades más justas. En varios capítulos del libro, ofrezco argumentos, razones, datos, experiencias y estrategias para hacerlo, para que la tragedia brasileña no se repita.
Espero que el gobierno progresista español haga con el veto parental lo que el brasileño de entonces no supo hacer con la mentira del kit gay: desarmar el embuste pedazo a pedazo; no dejarse intimidar y salir a convencer (como enseñaba mi amigo Pedro Zerolo), hasta devolver a los fachas al basurero de la historia, del que nunca tendrían que haber salido.
Comentarios
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