I
Una piedra recorre Europa, se reproduce a cientos, a miles. Germinó alrededor de 1990, apareció en la Rathausplatz de Colonia y siguió por Berlín en 1996, en la Oranienstrasse; desde entonces ya no se detuvo. Hablo de la stolperstein, una pequeña pieza cúbica de cemento (apenas diez centímetros por costado) recubierta de latón donde se inscribe información relativa a personas, leyes o situaciones vinculadas al complejo universo opresivo del Tercer Reich. Su hábitat es urbano y su piel dorada luce llamativa y bella entre el pavimento de las aceras, frente al domicilio de la víctima o en el espacio preciso en el que acontecieron los hechos evocados y conmemorados.
Una piedra en el camino. En realidad, más de setenta mil piedras instaladas a fecha de hoy en ciudades europeas, aunque el horizonte puede ser de seis millones si hablamos de judíos, pero de unos once millones más si se trata del conjunto de deportados, y aún más de afectados por el nazismo: tantas piedras como víctimas hizo el Reich durante su imperio entre 1933 y 1945. No hay cifra. El infinito no tiene cifra, sólo un signo, un símbolo.
La opción de Gunter Deming, creador de esa pieza notable del arte público conmemorativo, no tiene más límite que la cronología exacta del periodo hitleriano, pero la tipología de las afectaciones tiene un alcance casi universal, casi desmedido. Según Deming la stolperstein «conmemora a todos los perseguidos y/o asesinados por el régimen nazi: Judíos, sinti y romaníes; testigos de Jehová; homosexuales; personas con discapacidad mental y/o física; personas perseguidas por sus opiniones políticas, su religión, su orientación sexual o el color de su piel; trabajadores forzados; hombres considerados desertores; personas perseguidas por "asociales", como personas sin hogar o prostitutas». Cabría preguntar si incluye también a los soldados de los ejércitos aliados, o a combatientes antifascistas, lo que aumentaría la perspectiva de crecimiento; al fin y al cabo en la ciudad de Hamburgo dos stolpersteine recuerdan y conmemoran a sendos brigadistas que murieron en los combates de la batalla del Ebro en 1938: una honra a Bruno Prieß, instalada en junio de 2016 frente a su domicilio, en el nº 11 de Grevenweg, y la segunda a Rudolf Kroohs, instalada en el 9 de Schiffbeker unos meses más tarde, en diciembre del mismo año. El alcance de la stolperstein es casi discrecional, su límite se nubla y el criterio se desfonda por su frágil regulación. El infinito no tiene cifra. La cifra está en el infinito.
No sabemos hasta dónde alcanzará la expansión de las solpersteine; además, parece que están en proceso de mutación. En noviembre de 2017 cruzaron por primera vez el Atlántico hasta Buenos Aires para ser instaladas frente al colegio Pestalozzi ubicado en el popular barrio de Belgrano. En realidad, allí fue colocada una pieza distinta, una variación creada precisamente para satisfacer la diversidad de la demanda; en el Pestalozzi se instaló una stolperschwellen, (algo así como «tropiezos en el umbral») una pieza semejante a la stolperstein pero de mayor dimensión –puede alcanzar hasta un metro de longitud si bien conserva la misma anchura– y que no contiene nombres ni se refiere a colectivos, sino a circunstancias comunes, en este caso los chicos y chicas judíos que llegaron a aquella escuela huyendo de la Europa de Hitler. O en Tesalónica; la stolperschwellen instalada frente al antiguo cuartel de la Gestapo recuerda a la matanza de judíos de la ciudad, planificada por la Oficina de Asuntos Judíos bajo la autoridad de Adolf Eichmann y Alois Brunner.
La demanda crece y la capacidad de adaptación al mercado con nuevos productos conmemorativos es notable, una situación que Pierre Lemaitre ha relatado bien en su asombrosa novela Au revoir là-haut (2013) en relación al mercado de monumentos relativos a la primera guerra mundial en Francia. La demanda de stolpersteine es tanta que Deming ha anunciado en su web que no es posible efectuar nuevas instalaciones hasta 2021 a causa del incremento de solicitudes para nuevas piezas.
II
Cualquier creación resulta de un proceso, corresponde a un entorno y habla de un momento. La stolperstein nació de una cultura política europea que reclamaba la presencia de quienes no aparecían ni en los libros de historia, ni en los grandes relatos, ni en el arte público. Nacía en un entorno y momento en el que el valor del sujeto, lo subjetivo y lo subalterno, era vindicado, emergía y se expandía. Esa vindicación tenía antecedentes en una tradición política notable: en A. Gramsci (1891), o en B. Brecht (1898) y en lo que W. Benjamin (1892) denominó «marxismo romántico», esto es que establecía su atención en éticas y actitudes disidentes, contrarias o resistentes a la civilización capitalista. Fue la primera generación en reclamar una mirada a la subalternidad para incorporarla al conocimiento y comprensión de los procesos históricos. De los tres citados dos murieron a causa del fascismo y el tercero, Brecht, se salvó porque se largó al exilio. Siguió una generación puente, nacida en los años veinte y que comenzó su presencia pública en los años cincuenta y en los sesenta: de Pasolini (1922) a Michel de Certeau (1925) o E. P. Thompson (1924) pasando por Natalie Zemon Davis (1928) por dar algunos nombres relevantes a modo de orientación. Establecieron la necesidad y la importancia de las «tretas del débil» (M. De Certeau: L’invention au Quotidien, UGE, 1980) y coincidieron con la generación que nacía a fines de la guerra o en la primera postguerra, sus «alumnos y alumnas» que a fines de los sesenta estaban en la veintena y masificaban por primera vez las universidades. Cuando estallaron las revueltas del 68 y conmovieron la política y la mirada de las humanidades, entonces el sujeto y lo subjetivo se instaló como paradigma. Cuando muchos años más tarde la historiadora Annette Wiewiorka (1948) (que vivió el alzamiento de París), escribió sobre «la era del testimonio» recurrió a mayo del 68 para contar el estallido de la subjetividad y lo hizo en los siguientes términos: «Se trató de una democratización de los actores de la historia, que da la palabra a los excluidos, a los sin título, a los sin voz. En el contexto de los años posteriores a 1968, se trató también de un acto político: Mayo del 68 fue una gigantesca toma de la palabra; lo que vino después debía inscribir este fenómeno en las ciencias humanas, ciertamente, pero también en los medios -radio o televisión- que comienzan a solicitar más y más al hombre de la calle». (L’ere du témoin, Plon, 1998. P. 128). Rescatar y honrar al hombre y a la mujer de la calle destruidos por el universo nazi, fue la pretensión de Gunter Deming (1943) con la stolperstein.
En las ciudades alemanas, aquella «gigantesca toma de palabra» se expresó a fines de los sesenta y principios de los setenta con los hijos de la guerra escribiendo en las paredes de muchas ciudades de la República Federal una pregunta incómoda: Who wart ihr zwischen 39-45? Wo seid ihr jeitzt? (¿Dónde estabais en 1939-45? ¿Dónde estáis ahora?). Es con muchachos que pintan esa frase en un tapia que comienza «La chica terrible» (1990), el notable film de Michael Verhoeven. Para la fecha el Muro estaba recién caído y en la Alemania unificada de los años noventa ya no incomodaba exponer en público los crímenes propios puesto que era posible compararlos con los desmanes y violencias soviéticas, como si hubiese un empate. Fue el momento en que Alemania comenzó a construir una reconfortante victimización propia; sugiero visitar el campo Sachsenhausen y observar la evolución de sus exposiciones para darse cuenta. A fines de los noventa W.G. Sebald publicó Luftkrieg und Literatur: Mit einem Essay zu Alfred Andersch, que entre nosotros fue traducido y publicado once años mas tarde, en 2010, con el título «Sobre la historia natural de la destrucción». Nadie, antes, había presentado a la población alemana como víctima de la guerra.
III
La primera stolperstein ya dije que se instaló a mediados de los noventa. Según sus propias palabras Deming pretendía llamar la atención sobre aquellos que no tienen lápida ni sepultura, y con ello ejecutaba un gesto de arte político con el que el «giro subjetivo» hallaba su propia expresión conmemorativa, y cabe decir que era de una fuerza extraordinaria. Aunque nacía con un inconveniente, su instalación establecía una jerarquía entre víctimas; es lo malo de los nombres, ¿por qué unos sí y otros no? ¿deberían estar todos (seis millones, once millones..) y construir un paradigma memorial y nacional sobre la víctima?
Lo cierto es que en los años iniciales del proyecto ese asunto se obvió gracias a una importante capacidad de aliento, atención y acompañamiento de las entidades promotoras de las stolpersteine. En ningún caso eran iniciativas de la Administración, de gobierno o municipio, sino promovidas por vecinos o escuelas, por grupos de simpatizantes o asociaciones de afectados que apadrinaban su víctima; al fin y al cabo las primeras stolpersteine de Oranienstrasse Deming las instaló a la brava, sin autorización municipal, vindicadas por un colectivo del barrio (Kreuzberg) y como un acto sin duda rebelde y ético ante una Administración aún desconcertada e inquieta por los homenajes a las víctimas producidas por la nación alemana.
A pesar del perenne discurso negacionista, o de las agresiones a espacios y símbolos que recuerdan al Holocausto, el reconocimiento y respeto a las víctimas y represaliados se ha constituido en una zona de confort para los gobiernos democráticos. Y la realidad muestra que las stolpersteine se han convertido en la pieza conmemorativa de preferencia incluso para aquellos gobiernos que encabezan la derecha extrema de la Unión Europea, como Polonia, o Hungría. Se han instalado también en el Yad Vashem con el fin de incrementar su colección de arte (una conmemoración dentro de otra conmemoración, en este caso de Estado). El pasado 2019 el parlamento regional de Brandeburgo realizó en Berlín una exposición sobre las stolpersteine, titulada, ni más ni menos que «Stolpersteine. Memoria y Escultura social», una sorprendente expresión introducida por el artista Joseph Beuys. La exposición, itinerante, se había exhibido antes en Holanda y los Estados Unidos. En su inauguración, el presidente de la Cámara de Diputados de Berlín, Ralf Wieland, se refirió a la expansión de las stolpersteine como su «preocupación especial» para mantener «viva» la memoria de los perseguidos.
En España llegaron en 2015 a través de Cataluña, en la localidad de Navàs, y en 2018 el Memorial Democràtic instaló 68 piezas; 16 de ellas en Gerona, frente al lugar dónde había existido una escuela destruida por las bombas de la guerra y por lo tanto sin ningún vínculo con la deportación, pero la ciudad ya tenía stolpersteine, ya tenía una memoria homologada. El Ayuntamiento de Madrid ha solicitado 449 stolpersteine. El 26 de abril de 2019 se instalaron ocho definitivas y cuatro provisionales. Madrid es un ejemplo de esa zona de confort que expresan hoy las stolpersteine, pues su actual alcalde, don José Luis Martínez Almeida, el mismo que mandó destruir los nombres de los fusilados por Franco en el cementerio de la Almudena, no ve inconveniente en mantener la instalación de cientos de stolpersteine en la ciudad, con lo cual el programa prosigue.
IV
La fuerza de la stolperstein corresponde a una época en la que alzar la voz reclamando respeto y honor a quienes fueron destruidos por el fascismo era un acto ético y singular activado por grupos sociales que reclamaban conocimiento público para sus convecinos a través de esa maravillosa pieza que concentraba una larga tradición política. Hoy es otra cosa. La instalación de stolpersteine es un acto administrativo, protocolario y confortable acompañado de una oración en forma de discurso y poco más. Son las administraciones quienes promueven su instalación, como en el caso de Cataluña, o Madrid. Cualquier entidad que proponga a su municipio la instalación de una stolperstein o de cien sabe que lo conseguirá porque en caso contrario el alcalde o alcaldesa saldrán en los periódicos, y saldrán mal.
Barcelona contabiliza 612 personas deportadas; no hay ni una stolperstein. ¿Debería haberlas? Me pregunto si eso aumentaría la sensibilización y conocimiento sobre al holocausto y la deportación en una ciudad que tiene cuatro monumentos destinados al tema. Me pregunto si la demanda que ha habido en Barcelona, en Cataluña, se debe tal vez al mimetismo, tal vez a la incapacidad de imaginar, o a la pereza de pensar formas conmemorativas eficientes y activas hoy.
Uno de los cuatro monumentos erigidos en Barcelona en recuerdo de la deportación posee, a mi parecer, una sensibilidad y potencia espléndidas; me refiero al que evoca a las mujeres deportadas a Ravensbrück en el parque de Miguel de Cervantes, una hermosa rosaleda en el extremo oeste de la ciudad. Su interior alberga un breve y austero espacio conmemorativo donde tan sólo se alza un rosal. Es una variedad única y especial. Se denomina Resurrection. La creó, a petición de las mujeres francesas que sobrevivieron a Ravensbrück, el botánico Michel Kriloff a partir de un híbrido de té. Corría 1975 y se trataba de conmemorar el treinta aniversario de la liberación de los campos. La rosa está explícitamente creada como recuerdo y homenaje a la deportación y la resistencia, y en aquel 30 aniversario fue plantada en centenares de lugares, al pie de monumentos, memoriales y espacios reivindicados para el recuerdo; tengo muy presente el parterre con rosales Resurrection en el cementerio de père Lachaise, donde me contaron la larga historia de la iniciativa, nacida del sueño de Claudine Fourel una noche de enero de 1945 en el mismo campo de Ravensbrück-Zwodau, donde era obligada a trabajar para Siemens.
La creación y multiplicación de Resurrection es una historia larga y optimista, una historia de participación y afecto, de cuidado constante. No hay nombres en ese monumento tan descentralizado como la stolperstein. ¿Son necesarios los nombres? No sabría decir, depende. Demnig dice que sí, y lo argumenta en el Talmud cuando sostiene que «una persona sólo se olvida cuando se olvida su nombre» ¿De veras es así? ¿o sólo es un rezo, o quizá una frase vacía? ¿o una ilusión?
Tal vez sería útil reflexionar si la stolperstein corresponde a una época en la que su función fue espléndida pero que ya pasó, y que su reproducción masiva expresa más bien el confort, la rutina de algunos colectivos, de algunas administraciones, de algunos políticas. Tal vez lo más inquietante es la jerarquía entre víctimas y colectivos que establecen esas piedras doradas antes de alcanzar su objetivo infinito. ¿Por qué unos nombres sí y otros no? Los rosales no llevan nombres, necesitan cuidado y compañía porque son vivos. Las piedras están muertas y en ellas los nombres yacen. Sin más.
Comentarios
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