(Publicado originalmente en catalán en Crític)
Nos autoconfinamos en casa. La gente comienza a tuitear como si llevara recluida más años que Emily Dickinson y Nelson Mandela juntos. De repente, Silvia Nanclares, Alicia Santurde y otras compañeras feministas comentamos en las redes la semejanza que hay entre el posparto y la cuarentena por el coronavirus. Así lo explicaba Alicia, por ejemplo: "Si has sido madre puérpera, lo de pasarte el día en casa con tus criaturas y salir solo al supermercado o a la farmacia lo tienes superadísimo".
Me viene a la mente la película Tully (Jason Reitman, 2018) que protagonizó la maravillosa Charlize Theron y constato el vacío en los grandes relatos sobre el posparto y la cuarentena. El cine y la literatura nos han dicho masivamente que después de parir, automáticamente y por arte de magia, todas las mujeres nos sentimos extasiadas, realizadas, plenas. Y nada se explica de las dudas, de las inseguridades, de las contradicciones, del cansancio crónico y de todo aquello que postergamos y abandonamos.
Escribe Jazmina Barrera en Línea nigra, a propósito de Adrienne Rich, "que nadie habla de la crisis psicológica de tener un primer hijo, de la emoción, (...) de la sensación confusa de poder e impotencia, de esa nueva sensibilidad que puede ser vivificante, desconcertante y agotadora". Cuántas cosas que decir y gritar sobre esta etapa tan mitificada y mistificada y tan llena de aislamiento, silencios, culpas, soledades...
Y ahora la gente publica hilos infinitos con todos los libros que leerán y todas las series que verán durante estos 15 días de encierro en casa y yo pienso que desde que nació Ézaro en octubre de 2019, en plenos disturbios, todavía no he podido leer ni un solo libro entero y que, a pesar de que es buenísimo y duerme toda la noche del tirón, tampoco me da la vida ni las ganas para hacerme maratones de series y pelis. Y no pasa nada. Es así. Forma parte de este momento vital.
Y pienso también en todos los artículos que tengo pendientes de revisar y en todos los otros textos que tengo a medias y que debería haber entregado hace días, quizás semanas, y encaro el quinto mes de posparto y ya se me ha terminado el permiso de maternidad y la lactancia compactada y me he pedido dos meses de excedencia en mi trabajo principal para poder completar los seis meses de lactancia exclusiva, pero a la vez ya me he reincorporado a mi precaria vida académica de docente de la Generación Y y procuro ir escribiendo cositas y dando alguna charla para no quedarme sin ningún ingreso estos meses. Pero todo esto lo tengo que hacer a salto de mata, interrumpiendo constantemente por teta, mimos y cambios de pañal mi deteriorada concentración de babybrain.
Porque así es el "confinamiento" en el puerperio, como en aquella imagen de la novela gráfica Mamá de Glòria Vives que la autora describe así: "Arrellanada en el sofá nos observo y me sorprenden los contrastes del posparto. La niña limpia, conjuntada y bonita, y yo y la casa hechas un desastre". De un día para otro te encuentras en esta cuarentena donde todo gira en torno a ser y hacer de mamá 24/7, y donde tú te empiezas a volver algo invisible, y ducharse antes de las 12 del mediodía se convierte en un hecho épico, y el pijama es tu uniforme de gala, y vas con la teta fuera todo el día, y te acosan montañas de ropa liliputiense que conspiran a tu alrededor. De repente, tras un aluvión de visitas que recibes desde otra dimensión, el distanciamiento social se convierte en una especie de castigo y, al mismo tiempo, en una necesidad, un bálsamo para ti y para tu criatura.
Pero esta existencia arrebujada en el nido, simbiótica, calmada y tierna tiene una cara B que va acompañada de su cuota de culpa patriarcal y neoliberal. Patriarcal, porque qué malamadre que soy porque quiero volver a ser la yo-sin hijo por un rato, solo por un ratito; neoliberal, porque quiero dedicarme a estar con él, a jugar en la alfombra, a mirarlo de forma contemplativa mientras duerme, a ir a un ritmo más lento, a no meterme en mil saraos, ni tener cuatro textos a medias y reuniones y asambleas, pero entonces no seré productiva y me caeré de la rueda del hámster.
Y llevo dos horas y media intentando escribir este artículo. En medio, obviamente, ha habido pecho, caricias y cambio de pañal. Un bebé de cuatro meses y medio me mira desde la hamaca sonriendo sin intuir el cabreo monumental que estoy vertiendo en estos párrafos porque este sistema no pone la vida en el centro y el odio cotiza al alza, porque todo va demasiado deprisa, porque ni siquiera los movimientos sociales y el activismo están pensados desde el cuidado y porque hace falta el asedio de un virus a nivel pandémico para que nos demos cuenta de que la maternidad no es un Plan B de esos que encapsulan experiencias y que venden en los expositores de las tiendas, no es un deseo cumplido, ni una muesca, ni un check en una lista de planes individuales... La maternidad (y, ojalá, la paternidad también) requiere tiempo, madriguera y cobijo, pero también comunidad, red y apoyo mutuo.
Así que aprovechemos este confinamiento vírico e ingrato para hacer una reflexión seria sobre los cuidados, la resiliencia, la alegría y la resistencia cotidianas, pero también sobre el abandono de las personas que los ejercen a menudo sin reconocimiento (madres, abuelas, trabajadoras de hogar, cuidadoras de ancianos y personas dependientes...), porque como dice Donna Haraway en El mundo que queremos, "en el amor y en la rabia, debemos pensar por un planeta habitable". Yo de momento me voy a amamantar a mi hijo porque, entre estas cuatro paredes, su sonrisa me trae los versos de Miguel Hernández y me hace libre y me arranca soledades...
Comentarios
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