En estos días estamos agradeciendo la labor del personal sanitario, trabajadoras de supermercados, transportistas, agricultores, policías, militares y una noble lista de profesionales que arriesgan su salud en beneficio de todos. Afrontamos un confinamiento muy duro al que nos acostumbramos porque sabemos de su necesidad. Por algo nos hemos instruido apresuradamente en nociones básicas de epidemiología. Racionalizamos la situación y desarrollamos estrategias para soportar el enclaustramiento. Además, sabemos gestionar el tiempo. Sea cual sea el día de finalización podremos computarlo, de hecho, cada día restamos uno al número n que nos queda y, tomando perspectiva, tranquiliza tomar conciencia de que en nuestros muchos o menos años de vida, esto no será más que una porción de semanas, o meses.
Somos adultos. Lo entendemos todo. Reconocemos el esfuerzo de otros y el nuestro propio.
Cabría también reconocer el ímprobo y ejemplar arresto de nuestras niñas y niños. Ahí están, al pie del cañón. Salen cada día a aplaudir. Engalanan ventanas. Ponen sonrisas en las videollamadas. Y gritan. Se desesperan. Lloran, mucho. Se pelean. Duermen mal. Y no lo entienden.
Tengo dos hijas, de tres y cinco años. La pequeña ni siquiera domina las nociones temporales. Si le digo que queda un mes o tres días se queda igual. No digamos si le pregunto sobre el pasado. Todo ocurrió "el otro día", salvo que sea algo lejano para su tiempo, en cuyo caso especifica "cuando yo era pequeña". Es lo que tiene estar ya en segundo año de guardería. Tomo mi realidad como referencia porque creo que es extrapolable a la de otras familias entre las que se reparten más de dos millones niños menores de seis años. Antes del coronavirus las mías tenían su rutina ocupada, abrumadoramente, por el cole, el parque y jugar con sus amigas (los demás, detrás recogiendo, por supuesto). La ruptura con aquella normalidad fue abrupta y sin anestesia. Estresado y a paso ligero arrastraba de la mayor camino del cole, por fin acabábamos de dejar a la pequeña en la guarde. Ya habíamos pasado lo peor: la hora y pico de carreras por la casa y pérdida de papeles para salir, just in time, vestidas, desayunadas, peinadas y con las camas hechas. Y con los dientes limpios, casi siempre. Entonces me llamó mi pareja:
- ¿Has visto el telegram?. Me dijo sin un "hola" preceptivo, lo cual me puso alerta.
- No. ¿Acaso piensa que tengo medio segundo para mirar el móvil en una operación contrarreloj parangonable al desembarco de Normandía? pensé.
- ¡¿Cóoomo?! Estoy llevando a Aitana pero acabo de dejar a Inés en la guarde.
- Pues recógela e idos a casa. No salgáis.
No dije más. Se me aceleró el pulso a mil por hora, di media vuelta, intenté controlar mi cara de póker y miré al cielo de reojo. Esperaba ver helicópteros del ejército como en las películas antes de una amenaza de invasión zombi.
A los nueve minutos y pico, ya en casa, pudimos hablar por teléfono. Se acababa de enterar de que había estado en contacto con una compañera con positivo en covid-19 y, por precaución, era recomendable que ella y el resto nos mantuviéramos en cuarentena autoimpuesta. Era el jueves 12 de marzo a las nueve y seis de la mañana.
Cole, parque, jugar con amigas, ya no. ¿Y que venga la abuela a jugar? Tampoco. ¿Hasta cuándo? Ya veremos. Desde entonces, sus progenitores hemos salido a comprar algún día, a tirar la basura y hemos teletrabajado. Nuestra realidad se ha podido expandir más allá del perímetro del piso. Ellas (que empiezan a aprender a gestionar sus emociones, a medir el tiempo entre los antes, el ahora y los despueses, y a poner en orden los meses del año), no. Es encomiable cómo bajo esa nebulosa de nervios a flor de piel, irascibilidad e impaciencia casi contínua llevan con estoicismo la cuarentena. Aunque les(nos) cueste, remolcan sus rutinas de vídeos de Teacher Paco, fichas de colores, cuentos y plastilinas. Todos los días de lunes a viernes. Y obedecen la orden del enclaustramiento sin rechistarla. Quieren salir, pero no pelean por salir, ni suelen preguntar cuánto queda. Han recibido el mensaje #QuédateEnCasa sin haberlo leído y lo asumen sin chistar. Ole por todas ellas y ellos. Esos millones de niñas y niños que se sienten bien de salud, ven bien a sus madres y padres, ven el sol en la calle a través de la ventana, se fijan en el policía, el barrendero o cualquiera que pasa por la calle como si de un astronauta se tratara y no protestan ni una centésima parte que los adultos. Aceptan a mano abierta las explicaciones de que hay un bichito peligroso que no se puede ver (porque de verlo ya garantizo que las mías salen a cazarlo con el disfraz de Vaiana y el de Frozen puestos) y santas pascuas.
Cuando emerjamos del confinamiento, muchas cosas habremos aprendido que nos ocuparán la atención. Cómo fortalecer el sistema sanitario, reconstruir la economía o prevenir nuevas catástrofes, que requerirán importantes reformas en nuestro país, y en el resto del globo. Acordémonos también de la lección de civismo y generosidad de nuestras hijas e hijos durante la pandemia. Añadamos esto al bagaje de aprendizajes y seamos consecuentes. De entre todos los cambios que debemos afrontar como sociedad a la luz de esta crisis, incluyamos el objetivo de humanizar nuestras ciudades y vidas para hacerlas compatibles con una niñez plena y feliz. Que el bienestar de las niñas y niños se refleje en las prioridades de todo lo que debe ser reconsiderado y cambiado en esta sociedad tan adultocéntrica.
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