Durante las últimas semanas he leído y escuchado sesudos análisis sobre el fenómeno de la pandemia abordados casi siempre desde una perspectiva macro: que si el capitalismo, que si la lucha por la hegemonía mundial, que si la geopolítica imperial, que si la incompetencia de los gobernantes y otros muchos factores explicativos de por qué estamos como estamos. No niego la importancia y la necesidad de estos análisis, pero a veces olvidan que el problema de las grandes transformaciones económicas, sociales y políticas ocurridas a lo largo de la humanidad es que estas pocas veces se han acompañado de cambios significativos en nuestra fibra ética y emocional. Pretendemos cambiar el mundo sin cambiarnos a nosotros mismos.
Qué duda cabe de que para superar esta y las sucesivas pandemias que vengan necesitaremos cambios estructurales, pero sobre todo necesitaremos cambios de comportamiento capaces de alterar el sentido profundo de la convivencia. No me refiero a los cambios de higiene que los expertos en salud recomiendan para frenar la propagación del virus (lavarse las manos con más frecuencia, usar mascarillas, guardar la distancia social prescriptiva, etc.). Tampoco hablo de las restricciones de derechos que los gobiernos dicen que están destinadas a proteger a las personas (prohibición de desplazamientos, pedidos de permanencia en el hogar, cierres de negocios, entre otras medidas). Me refiero a cambios en eso que llamamos estilo de vida, cambios en nuestra forma de ser y relacionarnos.
La mayoría de nosotros estamos cegados por las trampas que nos tiende nuestra propia cultura. Desde la Revolución Industrial nuestro ritmo de vida está impulsado por la lógica económica y cada vez más por la vertiginosidad de las tecnologías de la comunicación. Somos esclavos de formas de vida basadas en lo que Erich Fromm llama la cultura del tener, prisioneros de una construcción psicológica y social que a escala global inculca el individualismo, el deseo de poseer lo que no tenemos, el consumismo, la arrogancia de creerse una especie imprescindible, la competitividad, el desamor, el conformismo, la prisa, la ausencia de reflexión y el postureo. Todo ello alentado por los imperativos de un sistema capitalista y patriarcal que incita a los individuos a acumular siempre más riqueza y poder.
Sin embargo, ahora hemos sido golpeados. El coronavirus ha detenido hábitos y estilos de vida establecidos desde hace mucho tiempo. El tiempo se ha vuelto más flexible y las rutinas cotidianas se han relajado o interrumpido. De repente, tenemos tiempo para conectar con nuestro yo interior, para descubrir nuevas formas de desarrollo personal, de relacionarnos: cantar y aplaudir desde los balcones, afrontar problemas familiares ocultos bajo la alfombra, potenciar la capacidad de empatizar y cuidar, etc. Nos damos cuenta de que vivimos frenéticamente, de que estamos alienados, de que asumimos metas vitales que a menudo no hemos elegido y de las que no sabemos cómo desvincularnos. Sentimos incluso que tal vez hemos desperdiciado nuestra vida. Tagore identifica la raíz del problema con estas palabras: "Cuando la vida interior no consigue armonizar con la exterior, ese interior se siente herido y su dolor se manifiesta en el exterior de una manera a la que es difícil dar nombre, o incluso describir; es un grito que se parece más a un gemido que a palabras de contenido preciso".
A la luz de esta reflexión, se impone la pregunta de si estamos dispuestos a aceptar que la pérdida o destrucción de nuestra vida interior puede ser tan nociva como la destrucción de nuestro entorno natural. ¿Acaso vivir una vida que ahoga muchas de las posibilidades prometedoras que hay en nosotros no es una grave injusticia? ¿No será que vivimos en un mundo en el que, como recuerda la poesía de Eugenio Montale, desde hace tiempo nacemos muertos?
La crisis del coronavirus nos ha llevado a un confinamiento forzoso con nuestros propios pensamientos y emociones. La vida desnuda fluye en el interior de cuatro paredes con todas sus contradicciones, angustias y aspiraciones. Un confinamiento que ha dejado al descubierto nuestra fragilidad individual y colectiva y, con ella, el recordatorio de algo que habíamos olvidado o ignorado: nuestra vulnerabilidad, nuestra contingencia y nuestra finitud. También ha puesto en evidencia, como decía el poeta, que el ser humano no es una isla, sino una trama de relaciones en un mundo necesariamente interdependiente. Yo soy porque tú eres, recuerda la sabiduría ancestral africana con el concepto de ubuntu. Nuestra interdependencia implica un compromiso compartido de cuidado.
El confinamiento constituye un importante reto para la humanidad. Ha puesto ante nuestros ojos la necesidad de una nueva vida interior. Se habla mucho de las oportunidades que se abren para un cambio de rumbo social. Pero no hay que engañarse. No habrá una auténtica transformación social sin una profunda transformación de nuestra forma de ser colectiva e individual. Recuperar esta vida interior se ha vuelto abrumadoramente difícil en la sociedad actual. No obstante, Benjamin Barber apunta el camino cuando afirma: "La libertad humana no se encontrará en las cavernas de la soledad privada, sino en las ruidosas asambleas donde mujeres y hombres se reúnen diariamente como ciudadanos y descubren en el discurso de los demás el consuelo de una humanidad común". Tal vez el ansiado desconfinamiento traiga una nueva oportunidad para redescubrir las múltiples voces que forman nuestra cotidianidad, para incidir en lo micro y darle a la gente el poder de hablar, decidir y actuar. Una cosa es cierta: estamos confinados, pero no vencidos.
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