Dominio público

El establecimiento de un precio máximo a las mascarillas no va a provocar mayor desabastecimiento

Eduardo Garzón

Economista

Varias personas con mascarillas guardan cola, manteniendo la distancia social, para entrar en un supermercado en Madrid. REUTERS/Susana Vera
Varias personas con mascarillas guardan cola, manteniendo la distancia social, para entrar en un supermercado en Madrid. REUTERS/Susana Vera

El Gobierno ha decidido establecer un precio máximo a las mascarillas, a los guantes y a los geles hidroalcohólicos por ser considerados de primera necesidad en una pandemia. En el caso de las mascarillas el precio se va a fijar en 0,96 euros por unidad. Con esto se pretende que no se produzcan abusos y que todo el mundo, incluida la gente de menos renta, pueda comprarlos. Esta decisión ha recibido algunas críticas y ataques por parte de algunas personas que aseguran que no tiene ninguna lógica económica y que lo que provocará es lo contrario a lo que se persigue, es decir, que haya desabastecimiento y que mucha gente se quede sin comprar estos productos.

El problema es que los análisis que hacen la mayoría de estas personas son ridículamente simples, lo que es desgraciadamente muy habitual en la ciencia económica. Utilizan modelos muy básicos y generales para analizar cualquier fenómeno económico. Un solo modelo les sirve tanto para un roto como para un descosido. Por ejemplo, utilizan la ley de la oferta y la demanda para analizar por igual tanto el precio de una mesa, del dinero o de un salario, cuando son cosas totalmente distintas que se ajustan a dicha ley de formas también muy diferentes. Y esto les lleva a cometer errores de bulto y obtener conclusiones absurdas. No podemos olvidar que la economía es una ciencia social y como tal no puede entenderse simplemente utilizando herramientas matemáticas. Estas son útiles como apoyo, pero no pueden ser el centro del análisis. La realidad económica es muy compleja para que pueda ser abordada con cuatro números y dos gráficas.

El análisis simplón que se suele hacer es el siguiente, utilizando el ejemplo de las mascarillas: mucha gente queriendo comprar mascarillas y pocas empresas produciéndolas lleva a estas últimas a elevar los precios para sacar tajada, sabedoras de que las van a vender igualmente pero ganando más dinero. Esto, dicen, sería positivo porque así nadie podría abusar de un bien que es muy valioso en estos momentos y porque la alta rentabilidad animaría a más empresas a producir mascarillas. Según este análisis, fijar un precio máximo rompería esta lógica y provocaría básicamente dos cosas: que cualquier persona (y no sólo las más pudientes) pudiese comprar muchas mascarillas y que las empresas pierdan el interés en producir nuevas conscientes de que apenas harían negocio así. Por lo tanto, se producirían muchas menos mascarillas y además, cualquier persona podría comprar muchas para su familia, dejando a las demás sin ellas. Resultado: habría desabastecimiento y no todo el mundo podría adquirir mascarillas.

La simplicidad del análisis lo hace intuitivo pero el problema es que se está realizando una abstracción del proceso de producción y venta de las mascarillas, asociándolo al de cualquier otro producto y, además, en cualquier momento del tiempo. Pero la mascarilla no es un producto normal así como tampoco lo es el sector que las produce ni los tiempos excepcionales que estamos viviendo. Cualquier análisis que no tenga en cuenta estas consideraciones fallará a la hora de entender la realidad, y desgraciadamente la mayoría de economistas realizan análisis simples de este tipo porque así de pobre es la teoría económica dominante.

Empecemos por el principio. Las mascarillas (igual que los guantes y los geles) son unos productos muy especiales porque su función es proteger la salud de quien las use. No estamos hablando de sillas que sirven para sentarse ni de teléfonos móviles que sirven para comunicarnos. Estamos hablando de salud. Es más: en tiempos de pandemia estamos hablando de salud pública, porque la utilización de una mascarilla por parte de una persona no sólo le beneficia a ella, sino al resto de la población. La fabricación de estos productos tienen que cumplir una serie de requisitos estrictos y su distribución tiene que pasar determinados controles, pues al ser un producto sanitario debe quedar probado que cumple su cometido y que no afecta negativamente a la salud. Esto conlleva que su producción sea realizada por empresas farmacéuticas certificadas. En nuestro país esta producción y distribución se lleva a cabo fundamentalmente por cooperativas farmacéuticas que llevan tiempo en el sector y que tienen un sólida posición en el mismo.

Esto es muy importante por lo siguiente: a estas cooperativas farmacéuticas no les interesa disparar los precios para sacar tajada del momento de emergencia sanitaria porque una vez la epidemia finalice tendrán que seguir dedicándose a lo mismo. Si fuesen percibidas como agentes que se aprovechan en momentos de dificultad su imagen se vería gravemente afectada y eso podría poner en riesgo su actividad en el futuro. Evidentemente esto no quiere decir que hayan congelado los precios, los han aumentado algo porque la materia prima también se ha encarecido durante la pandemia, pero no los han disparado porque no les conviene abusar de la situación.

En cambio, esto es diferente para otros agentes que acaban de aparecer. Muchas empresas que fabricaban otros productos han reorientado su actividad hacia la fabricación de mascarillas y otros productos sanitarios: algunas por pura responsabilidad social pero muchas de ellas en búsqueda de un suculento negocio, pues vender a elevados precios unos productos que no cuesta mucho fabricar es una ganga. Esto ha sido especialmente sangrante en el caso de nuevos intermediarios que compran material barato en el extranjero para venderlo caro a los centros sanitarios españoles. De hecho, algunos han aprovechado la situación de emergencia para cometer fraude y vender productos inservibles o en mal estado a precio de oro. Han actuado como tiburones que huelen la sangre. Y, puesto que su actividad habitual no es la venta de productos sanitarios, no les importa mucho o nada que su imagen quede deteriorada frente a las farmacias y otros centros del sector.

Es debido a estas nuevas apariciones que el Colegio de Farmacéuticos solicitó al Gobierno que controlara los precios, no sólo para evitar situaciones de abuso sino también para que su imagen no siguiera deteriorándose por culpa de estos especuladores. La Comisión Nacional del Mercado y la Competencia también se alarmó por los abusos que se estaban cometiendo. Además, el Colegio de Farmacéuticos ofreció vender las mascarillas y otros productos sanitarios al precio que estableciese el Gobierno sin obtener margen de ganancia, en un evidente gesto de responsabilidad social en un momento de emergencia sanitaria, y a través de la tarjeta sanitaria para que ninguna persona pudiese abusar en las compras. Y esto es simplemente lo que va a hacer el Gobierno: establecer temporalmente un precio máximo a determinados productos sanitarios para que la ciudadanía pueda adquirirlos a un precio razonable y sin que las farmacias sufran pérdidas. De hecho, el precio de 0,96 euros ha sido negociado, teniendo en cuenta el coste de producción, la inversión en I+D, el precio en países del entorno (de hecho en Francia se ha fijado el mismo precio), etc; no ha sido ninguna imposición arbitraria y, además, el precio está sujeto a revisiones en función del comportamiento del mercado. Por otro lado, sólo afecta a las mascarillas más básicas.

Por lo tanto, esta medida no va a provocar mayor desabastecimiento como algunos rezan por ahí aferrándose a análisis absolutamente faltos de rigor. El establecimiento del precio no ha sido una imposición del Gobierno sino una medida reclamada por el propio Colegio de Farmacéuticos y viene aparejada al compromiso de mantener e incluso incrementar la producción nacional de estos productos sanitarios. De hecho, esta medida acaba con el negocio especulativo de esos nuevos intermediarios que se estaban lucrando a costa del miedo y sufrimiento de muchas personas; un negocio que ahonda precisamente en el desabastecimiento pues en un contexto de incremento de los precios tienen incentivos a comprar los productos y dejarlos guardados hasta que los precios aumenten mucho más. Por último, no olvidemos que hay cientos de empresas y familias que se han puesto a fabricar de forma solidaria estos productos, algo que jamás recogen los modelos económicos convencionales.

Desabastecimiento hay y desgraciadamente seguirá habiendo durante un tiempo. Es el resultado lógico de que unos 4.000 millones de personas estén demandando estos productos a lo largo de todo el planeta y que sólo unas pocas empresas se dediquen a su fabricación. Poco a poco esta situación mejorará, pero mientras perdure, dejar libres los precios y no controlarlos no hubiese solucionado el problema de acumulación de estos productos por determinadas personas, lo único que habría conseguido es que fuesen sólo las familias más acaudaladas las que podrían acumularlas. El reparto de productos sanitarios esenciales que son actualmente escasos se debe realizar atendiendo a criterios ajenos al precio: primero a las personas más expuestas al virus y luego al resto controlando que ninguna familia acumule más de la cuenta, lo que se puede hacer fácilmente a través de la tarjeta sanitaria.

Hay que cuidarse de todos aquellos economistas que realizan análisis faltos de rigor utilizando sólo herramientas simples y abstractas y que encima se jactan de ser los únicos válidos porque utilizan los métodos formales convencionales. Utilizar el mismo método para realidades distintas es un error de primero de metodología que la teoría económica convencional todavía no ha entendido. Cualquier fenómeno económico debe estudiarse en toda su complejidad, estudiando su contexto y particularidades. Sólo así los análisis podrán ser considerados serios y podrán sernos de utilidad.

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