Lo que empezó siendo una medida básica para aplanar la curva de contagios (además de un acto de solidaridad con los profesionales sanitarios y los grupos de riesgo), se ha consolidado como una nueva norma de socialización. La OMS recomienda mantener una distancia mínima de un metro entre personas. El mensaje es sencillo: cuanto más nos aislemos físicamente de los demás, más rápido terminará todo esto. En otras palabras, el distanciamiento interpersonal es lo mejor para todos.
Sin embargo, el imperativo político y sanitario de la distancia interpersonal se enfrenta a una contradicción de difícil manejo: el cuidado mutuo requiere que nos mantengamos físicamente separados, lo que entra en conflicto con la lógica de la organización social y la acción colectiva. ¿Cómo reorganizar la protesta en un contexto vulnerable en el que nuestros cuerpos ni siquiera pueden tocarse en público? ¿Cómo dar continuidad a las luchas comunitarias por la democracia y los derechos humanos cuando se ha hecho evidente la necesidad de priorizar valores compartidos y superar un sistema que nos quiere atemorizados y separados? ¿Qué impacto tiene el distanciamiento forzoso en los grupos más vulnerables? ¿Cómo afrontar, en definitiva, la presumible despolitización del espacio público a la que pueda llevar el mal llamado distanciamiento social?
Hay que ir con cuidado de no confundir términos. En el contexto actual, la distancia física interpersonal constituye una medida de salud pública, mientras que la idea de la distancia social remite a un concepto de la sociología urbana. Durante las décadas de 1920 y 1930, Robert Park popularizó el concepto en referencia al conjunto de normas sociales que diferencian a los individuos y grupos en función de categorías como la etnia, la edad, el género, la clase social, la religión y la nacionalidad. Esas normas crean diferentes grados de distancia (moral, social y cultural) en forma de fenómenos como los prejuicios, el miedo o la discriminación. Por eso Park decía que la distancia social convierte a las ciudades en "un mosaico de pequeños mundos que se tocan sin llegar a penetrarse". Cuando sistemas de opresión como el capitalismo, el racismo y el patriarcado establecen estas normas, pueden acabar creando una geografía del miedo y la exclusión basada en marcadores como la raza, el género o la condición sexual: la política de guetos y campos de concentración del nazismo, la segregación racial del apartheid sudafricano, las leyes racistas de Jim Crow que obligaban a personas como Rosa Parks a permanecer de pie en el autobús frente a los asientos vacíos, etc.
En su libro Raza, espacio y ley, la profesora Sherene Razack describe extensamente las formas en las que el espacio es definido y controlado por ideologías que producen determinados cuerpos como marginales y desechables, entre ellos los cuerpos sexualizados que ejercen la prostitución, los cuerpos reprimidos que comparten intimidad en cuartos oscuros y los cuerpos estigmatizados con VIH. Hoy cabe preguntarse por los modos de control espacial que en respuesta a la pandemia afectarán sobre todo a los cuerpos más vulnerables: los cuerpos frágiles de las personas mayores, los cuerpos "discapacitados" de las personas con capacidades diversas, los cuerpos precarizados de los trabajadores empobrecidos, los cuerpos deshumanizados que viven en la calle y los cuerpos racializados que viven el confinamiento en campos de refugiados o en centros de internamiento de extranjeros, entre otros colectivos con mayor riesgo de contraer el virus.
El espacio no es un lugar vacío ni neutral, sino un campo de batalla en el que se libran contiendas ideológicas. Hace tiempo que la batalla la viene ganando claramente el neoliberalismo mediante la imposición de lógicas que privatizan y criminalizan el espacio. No en vano decía Boaventura de Sousa que en los últimos años la gente se ha echado a las calles porque es el único espacio público no colonizado por los mercados. La reconfiguración de las relaciones sociales bajo el imperativo de la distancia social como regla de la llamada "nueva normalidad" nos obliga a estar atentos a cómo podemos contrarrestar sus efectos perniciosos para la democracia y los derechos humanos. La reciente suspensión de la democracia en Hungría es ciertamente un hecho a tener en cuenta, ya que muestra el deslizamiento del Estado hacia formas autoritarias. En países que experimentaron estallidos sociales en 2019, como Chile, el Gobierno ha limitado las concentraciones en espacios públicos a un máximo de cincuenta personas manteniendo la distancia entre ellas. En un caso extremo, el presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, autorizó disparar a matar a quienes incumplan el confinamiento.
Puede que la inseguridad y la incertidumbre que envuelven las relaciones sociales se traduzcan en una reacción inmunitaria guiada por el miedo de la gente al contagio o a un nuevo brote viral. Entonces nosotros mismos nos convertiríamos, recuperando la expresión de Park, en "pequeños mundos" cada vez más aislados, más desconectados y cerrados a la idea de un mundo común, que es el mundo de la interdependencia, del ser con los demás y del cuidado compartido.
Las luchas sociales de los próximos tiempos tendrán que aprender a mantener con audacia el difícil equilibrio entre lo defensivo y lo ofensivo. Un movimiento defensivo para combatir el autoritarismo y la fragmentación de las luchas que probablemente la nueva normalidad entrañe. Y un movimiento ofensivo consciente de que el bienestar individual exige responsabilidad común, acción colectiva y participación activa en el bienestar de la comunidad.
Para ello será necesaria una política de la empatía radical basada en el compromiso de buscar lo que nos une. Jeremy Rifkin dice que la única manera que tiene el ser humano de sobrevivir a la guerra, a la degradación ambiental y al colapso económico es mejorar la empatía global. El problema es que tendemos a empatizar con las personas que se nos parecen o están más cerca de nosotros. Olvidamos que somos engranajes de una maquinaria capitalista global que nos conecta con el sufrimiento de los demás y al mismo tiempo nos distancia psicológicamente de él: compramos dispositivos electrónicos que usan coltán extraído en minas por niños y usamos prendas de ropa fabricadas por mujeres en talleres de sobreexplotación.
Debemos asegurarnos de que la distancia física no conduzca a la distancia social ni a la distancia psicológica. En efecto, separación no quiere decir desunión, ni distancia, equidistancia.
Comentarios
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