Dominio público

Desconfinar el amor

Antoni Aguiló

Filósofo del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de Coímbra

Pasteles de jejjibre con forma de corazón en una tienda en Munich. REUTERS/Andreas Gebert
Pasteles de jenjibre con forma de corazón en una tienda en Munich. REUTERS/Andreas Gebert

En El malestar en la cultura, Freud defendió que la sociedad europea de principios del siglo XX era una sociedad reprimida y represora. Reprimida porque practicaba un moralismo hipócrita basado en la inhibición sexual y afectiva. Represora porque creó una mentalidad y unos códigos de conducta dirigidos a vigilar y castigar la satisfacción de las pulsiones eróticas más allá de la norma establecida. Sin embargo, en los últimos tiempos la sociedad reprimida se ha transformado en una sociedad hipersexualizada donde el amor y el sexo se han convertido en productos desechables de consumo masivo.

A pesar de los cambios, seguimos viviendo una sociedad fuertemente represora. Sistemas de poder como el capitalismo, el patriarcado y el heterosexismo reprimen potencial humano. A los hombres, por ejemplo, el heteropatriarcado nos ha confinado emocionalmente. La masculinidad tóxica nos ha enseñado a ser psicológicamente (¿patológicamente?) fuertes, a no sentir, a no sufrir en público. Nuestro valor se reduce a cuánta mierda podemos tragar sin derramar una sola lágrima. En ocasiones, a causa de los prejuicios homófobos aún existentes, cuando los niños expresan determinados sentimientos y preferencias se ejerce contra ellos un tipo de violencia psicológica que les infunde sentimientos de culpa o vergüenza. Nos educan para dominar, para controlar, para fingir, para competir y acumular riqueza y poder a costa de otros, no para amar, cuidar ni compartir.

Ante este panorama, pueden plantearse algunas preguntas desafiantes: ¿qué papel puede desempeñar el amor en el actual contexto de crisis sanitaria global en el que la supervivencia física y emocional se vuelve cada vez más precaria? ¿Acaso en tiempos de incertidumbre, en los que se corre el riesgo de replegarse sobre uno mismo y desconfiar del otro, el amor no es más que "un fósforo quemado que resbala por un urinario", como escribió Hart Crane? ¿Hay lugar para el amor en el espacio público organizado bajo los parámetros de la nueva normalidad, donde los cuerpos y los afectos obedecen el imperativo del distanciamiento interpersonal y gran parte de nuestra vida se desarrolla en internet? ¿Cómo tomar medidas de protección social e individual sin erosionar los lazos de cooperación y solidaridad?

El problema es que desde el Occidente moderno el amor siempre ha ocupado una posición subordinada en nuestras vidas. El patriarcado se ha encargado de confinarlo en la esfera privada. Se tiende, así, a verlo como un sentimiento que no va más allá del apetito sensible y de las emociones individuales, no como un factor de transformación social y espiritual.

Como fuerza social, el amor es un sentimiento transgresor capaz de alimentar el inconformismo, despojar a los poderosos de sus privilegios y enriquecer lo público. Es preciso recuperar la idea de que el amor es una práctica ética y política, de que lo emocional es político. En esta afirmación radica gran parte del poder transformador de los movimientos LGTBI, feministas y antirracistas. El "eros alado" con el que Alexandra Kollontai combatió la discriminación de las mujeres obreras por el machismo proletario; el amor integrador con el que soñó Luther King, que expuso la cruda realidad del racismo y la supremacía blanca; y el "amor eficaz" que predicó Camilo Torres, que mostró su opción preferencial por los pobres, apuntan en esta dirección.

Como fuerza espiritual, el amor es una energía en el interior de cada uno que permite expandirnos más allá del yo individual para crear comunidad y hacer surgir en nosotros un sentido trascendente de unión. Necesitamos una sabiduría que haga del amor una experiencia arraigada en lo comunitario. Sobonfu Somé explica que para el pueblo dagara el amor es un fenómeno que se vive colectivamente. La intimidad, el amor y el cuidado son inseparables de un mundo cósmico y natural en el que todo está interconectado: el agua, el fuego, la tierra, el mineral, etc. "El abuelo solía llamar a la lluvia el ritual erótico entre el cielo y la tierra", explica. Precisamente es la interacción entre el ser humano y los elementos cósmicos lo que genera y transmite el amor comunitario.

Así lo entendieron también feministas como Gloria Anzaldúa y Audre Lorde, que nos enseñaron a descubrir la presencia de una espiritualidad erótica en la vida cotidiana: "De la misma manera en que mi cuerpo se abre a la música, respondiendo a ella, y escucha con atención sus más profundos ritmos, así también todo lo que siento puede abrirse a una experiencia eróticamente plena, sea ésta bailar, construir un estante, escribir un poema, examinar una idea", afirma Lorde.

No obstante, para gran parte de la cultura occidental espiritualidad es una palabra que genera sentimientos de rechazo debido al prejuicio racionalista que la considera un fenómeno opuesto a la razón y a la realidad material, en absoluto relacionado con el erotismo. De hecho, la industria del sexo nos ha engañado hábilmente para confundir lo erótico con lo pornográfico.

De lo que se trata es de liberarnos de las herencias emocionales que dificultan amar(nos). Arundhati Roy ha afirmado recientemente que la pandemia es "un portal, una puerta entre un mundo y el siguiente". Podemos elegir mantener la puerta cerrada y confinar el amor en los estrechos márgenes en los que hemos sido socializados. O podemos elegir abrir la puerta para transitar hacia una experiencia más enriquecedora del amor, una experiencia que rescate sus posibilidades olvidadas. Me parece la mejor elección para comenzar a desconfinar el amor en el contexto de una nueva normalidad que intuyo poco amorosa.

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