Dominio público

La pandemia desnuda a un Madrid neoliberal

Marcos Roitman Rosenmann

Sociólogo y analista político

Vista general de la Puerta del Sol de Madrid. E.P./Joaquin Corchero
Vista general de la Puerta del Sol de Madrid. E.P./Joaquin Corchero
Vista general de la Puerta del Sol de Madrid, donde varias personas caminan y hacen deporte en el segundo día de desconfinamiento durante la Pandemia Covid-19 que ha generado el Estado de Alarma en España. A 3 de Mayo, 2020 en Madrid, España
3/5/2020

En tiempos de Pandemia, Madrid  muestra diferentes caras. Se debate entre la desgracia y el dolor por la muerte  y la alegría de haberla superado.  Como toda ciudad,  en ella se representa la estructura social de una metrópoli que ha crecido a ritmo de la especulación urbanística. Más de cuatro millones de habitantes viven de manera desigual en una capital cuyos servicios se distribuyen de forma asimétrica.  Trasporte, zonas verdes, hospitales, escuelas, áreas deportivas, centros de ocio, cine, teatro, librerías, museos, mercados, restaurantes, calles, aceras, autovías, seguridad policial,  juzgados, farmacias,  etc.  La ocupación de los espacios es una cuestión de clases sociales. La distribución de sus  infraestructuras marca la distancia entre barrios populares, zonas marginales,  extrarradio, y los distritos que concentran la riqueza, los servicios públicos, parques, medios de trasporte y comercio. En los primeros la escasez, la falta de medios, las calles semioscuras, los servicios públicos deficitarios, donde  la contaminación prolifera y con ello las enfermedades  cardiovasculares, la obesidad. En los segundos, los ricos y poderosos,  viven la opulencia. Sus moradores gozan de  mayor dotación de policía, se sienten seguros. Sus calles están siempre limpias, la recogida de basuras tiene un ciclo diferente. Son privilegiados.  Pero lo dicho   no es novedad. La sociología urbana ha dado buena cuenta de ello. Desde Henry Lefevbre en su ensayo El derecho a  la Ciudad,  publicado en 1968 hasta  Las Ciudades Rebeldes de  David Harvey, publicado en 2013,  nos  informan de las luchas que suponen el desarrollo y la ocupación de las ciudades capitalistas. Apropiarse de ellas, ganar espacios,  constituyen actos de rebeldía, frente a una ciudad concebida  para el  intercambio generalizado de mercancías, en medio de una economía de mercado.

Madrid, hace décadas presenta este perfil. En su interior se enfrentan visiones contrapuestas.  Luchas donde vecinos, asociaciones de barrio,  movimientos sociales urbanos, colectivos LGTBI disputan al capital las ansias especulativas de empresarios inescrupulosos que trasforman zonas verdes y barrios céntricos  en pisos turísticos,  apartamentos de lujo,  y comercios variopintos, destinados a un público itinerante. Restaurantes de comida rápida, cafeterías o tiendas sin personalidad. Los no lugares de una ciudad concebida como mercancía. El  Madrid democrático,  donde compartir espacios,  está siendo fagocitado por quienes sólo piensan en obtener beneficios económicos.

El Covid-19 y la  declaración del estado de emergencia confino  Madrid y sus gentes. Las diferencias sociales tomaron un cariz diferente. Un hecho social total, la pandemia, saco a la luz lo que muchos presagiaron. La violencia estructural de un espacio donde la distancia social hace brecha y se profundiza.  Las contradicciones se hicieron visibles. Explotaron en la cara de quienes las ocultaban o desconocían, bajo un manto de cinismo afincado en el neoliberalismo, gentrificación  y macro cifras  de turistas, visitas a museos, hoteles con encanto, etc..., una ciudad travestida  en moneda de cambio.

Habitar la ciudad confinada ha supuesto destapar vergüenzas. La privatización de la sanidad en primer lugar. Las urgencias colapsaron.  En segundo lugar, en una ciudad donde su población envejece,  las residencias de ancianos dejaron ver las carencias de un negocio. En sus instalaciones, la  pandemia  se ha llevado en Madrid a 5.987 ancianos. La presidenta de la Comunidad, del Partido Popular, Isabel Díaz Ayuso, el 23 de marzo,  lanzo un comunicado  desde  su consejería de Sanidad. Era escueto y claro. Los pacientes con problemas respiratorios, mayores de 80 años, enfermedad en órgano terminal,  demencia moderada o grave, cáncer  o enfermedad con expectativa de vida inferior a un año debían mantenerse en sus centros.  No eran  susceptibles de ser trasladados a  urgencias. Los dejó  al albur de empresas geriátricas que  sin personal de enfermería, médicos e infraestructura contabilizo cadáveres. Fue la actuación del ejército, cuando era imposible tapar su ineptitud, la que saco a la luz  lo que ocurría tras sus paredes. En su interior, en una misma  habitación convivían residentes con cadáveres afectados por coronavirus.

La crisis dejó de ser sanitaria, política o económica, era total. Afecta al sistema como un todo. Lentamente,  se han  mostrado los efectos de  la desigualdad. Sin medios para subsistir, el hambre comenzó a llegar en los barrios populares.  Las colas en los almacenes de alimentos incrementan sus paquetes de ayudas a familias con escasos recursos, ahora sin ingresos. Los sin techo sufre el estigma de ser escoria. Igualmente, el confinamiento en pisos de 40 metros cuadrados,  compartidos por dos o tres familias impidió la separación entre quienes dieron positivo al SARS Cov-2 y el resto de sus miembros. La pandemia se ceba en ellos. Tampoco se queda atrás el personal médico. La privatización les deja al pairo. Sin material, ni trajes protectores. Algunos se los confeccionaron con bolsas de basura. Las consecuencias, casi un centenar de muertos. En cifras totales,  de los 68.830 infectados en la Comunidad de Madrid, 8.595 corresponden al sector sanitario, de ellos 1.007 a residencias de ancianos.

Como  un hecho social total, la pandemia pone en juego a toda  la sociedad. La batalla ya no es por abrir espacios, es para demostrar cómo  se habita Madrid,  quienes se sienten sus dueños y ejercen el control político. No se comparte el mismo imaginario social. Por una parte, los sectores nobles de la ciudad se han manifestado rompiendo todo decoro. Han roto la cuarentena, se comportan como idiotas sociales, solo miran por sus intereses. Caceroladas, insultos, desprecio y boicot a cuanta acción colectiva solidaria se plantea por las asociaciones de vecinos, comunidades  y los movimientos sociales populares. Estos si han respetado la cuarentena, bajo el principio del bien común y proteger a todos los habitantes de la ciudad. Son los portadores de la dignidad. Se mueven bajo el principio de la  responsabilidad social como acto democrático. Quedarse casa salva vidas, ese es el mensaje. Así nacen los aplausos que se han  trasformado en reconocimiento y respeto a sanitarios y trabajadores de los servicios esenciales  que no  han tenido cuarentena. Todos los días, desde hace ya ochenta, se aplaude a las 20.00 horas para decir, sin vosotros y con nosotros. Todo para todos nada para unos pocos.  La  Silencios, caceroladas, aplausos, banderas, hambre, desesperación se han entrecruzado.  Las protestas fueron y son por barrios. Madrid no es una ciudad cohesionada. La pandemia ha demostrado que la respuesta debe ser colectiva, cooperar no competir. El Madrid neoliberal  entró en crisis, se ha roto en mil pedazos. Toca recuperar la ciudad.

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