Dominio público

No a la monarquía, sí a la república

Fernando Luengo

Economista

Marià de Delàs

Periodista

Juan Carlos I y Felipe VI conversan en el exterior de la Catedral de Palma, tras la misa de Pascua, en abril de 2018. AFP/JAIME REINA
Juan Carlos I y Felipe VI conversan en el exterior de la Catedral de Palma, tras la misa de Pascua, en abril de 2018. AFP/JAIME REINA

A menudo se utiliza la expresión "ventana de oportunidad" cuando existe la posibilidad de cambiar, para mejor, una dinámica que hasta ese momento parecía difícil o imposible de revertir.

Esta expresión puede muy bien utilizarse en relación a la institución monárquica, enfrentada a una crisis histórica con la salida/huida del país de Juan Carlos I, acosado por gravísimos episodios de corrupción, de los que, quizás, sólo atisbamos la punta del iceberg.

Las prácticas de enriquecimiento ilegal y de acumulación secreta de fortuna han estado plenamente instaladas en la Zarzuela y se realizaban con el mayor desparpajo. Todo ello era conocido, pero el consenso con el que se desarrolló la transición política -que reunió tanto a los partidos de la derecha como a la mayor parte de la izquierda- ocultó e incluso lo justificó hasta el día de hoy. Había que proteger la institución monárquica, pieza clave del orden de cosas que sucedió al franquismo y de una transición nada ejemplar, y también preservar los intereses económicos y políticos enquistados en la misma.

Pero recientemente diferentes investigaciones y testimonios han puesto contra las cuerdas al Borbón corrupto, hasta el punto de empujar a su heredero, Felipe VI, y al círculo de poder dominante, a encontrarle una salida fuera del territorio español. Se intenta de esta manera situar al padre lejos de los focos mediáticos y judiciales, en un retiro dorado, para que siga disfrutando allí del dinero robado, bajo la protección del Estado, tal como ha reconocido el ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska. Un escándalo mayúsculo propio de un régimen hecho a medida de los intereses de unas élites económicas y políticas que operan fuera de todo control.

El indecente intercambio de declaraciones entre padre e hijo, publicadas en un comunicado de la Casa Real, es todo un ejemplo de hasta dónde puede llegar la miseria moral de ambos y del intento de dotar a la operación de un relato cínico y mentiroso, destinado a eludir las responsabilidades de ambos.

En esa nota oficial, el emérito justificaba su cambio de residencia con una mención a acontecimientos de su "vida privada". Tal como explicó en un reciente artículo el jurista Gerardo Pisarello, "si los cobros de comisiones, los blanqueos de capitales y los fraudes fiscales que se le imputan eran actos privados, ajenos a su función constitucional, hay buenas razones para sostener que no se encontraba amparado por la inviolabilidad contemplada en el artículo 56.3 de la Constitución".

No resulta menos escandaloso que la mayor parte de nuestros gobernantes, de la clase política y de los medios de comunicación hayan cerrado filas, casi sin fisuras, con argumentos en defensa de la institución monárquica, poniendo sobre la mesa un planteamiento que bendice el papel del rey emérito en la transición política y también su "generosidad" a la hora de aceptar el "autoexilio"; los más críticos, siempre con letra pequeña, hacen referencia a sus excesos, insistiendo en que, en todo caso, sigue a disposición de la justicia.

En paralelo, aparece también el consenso a la hora de destacar el papel jugado por la Casa Real, y en particular por Felipe VI, que, separando, dicen, a "uno de sus miembros", como si se tratara de un familiar cualquiera, habrían actuado con diligencia, honestidad y contundencia, para contribuir de este modo a la regeneración política y a la transparencia institucional. El objetivo a conseguir es que esta crisis no arrastre a la institución monárquica, ya muy desacreditada, sino que, más bien, salga fortalecida.

Aunque se quiere presentar al "bribón" Juan Carlos como una anomalía, como un "garbanzo negro", en realidad simboliza, de manera ciertamente grotesca y escandalosa, una institución, la monarquía, que ha funcionado sin el debido control. A cualquier persona razonable le debería parecer evidente que hay que perseguir al delincuente Juan Carlos de Borbón con todo el peso de la ley y que se le debe privar de las prebendas institucionales que todavía hoy le colocan en una situación privilegiada; muchísima gente lo está pasando mal y es socialmente insoportable que un personaje sin escrúpulos siga disfrutando de una enorme riqueza atesorada ilegalmente, sin el castigo que se merece.

A pesar del bloqueo mediático y político, como expresión del consenso al que antes nos referíamos en torno a la voluntad de "pasar página cuanto antes", con la presentación de un monarca renovador e intransigente con la corrupción de su entorno más próximo, ha empezado a entrar en nuestras casas la voz de quienes consideran imprescindible la introducción de un riguroso procedimiento de rendición de cuentas, la de quienes reclaman austeridad en el presupuesto de la Casa Real. Y también la investigación y el desmantelamiento de las tramas público-privadas, articuladas en espacios opacos, que tan activamente ha promovido la monarquía; tramas que alimentan un continuo flujo de favores, recursos y privilegios y que están en el origen del enriquecimiento de quienes participan en ellas.

Pero por la ventana de oportunidad que se ha medio abierto debería entrar mucho más aire fresco y renovado, antes de que alguien la cierre, porque hay muchos y muy poderosos intereses en juego.

Hay que exigir, ahora más que nunca, la celebración de un referéndum, dar la voz a la ciudadanía, para que pueda decidir entre monarquía o república. Y convertir esa exigencia en una amplia movilización ciudadana, tan masiva por lo menos como la protagonizada hasta hace bien poco por millones de personas de la sociedad catalana.

Se trata de explicar a los cuatro vientos, pese a quien pese, que la institución monárquica es el legado del franquismo, que se hereda de padres a hijos, que disfruta de un sinfín de privilegios y que la celebración del referéndum es un ejercicio de soberanía incuestionable. El problema no está en Juan Carlos o Felipe sino en la institución, en la existencia misma de la Casa Real.

Recogidas de firmas en favor de tal referéndum y de la retirada del título de rey a Juan Carlos de Borbón, como las que impulsa este diario, son del todo necesarias, pero a nuestro entender es preciso que quienes defienden los valores republicanos lo hagan también en la calle, de la manera más explícita posible en las actuales circunstancias.

Habrá quienes desde la moderación se opongan a cualquier voluntad de ruptura con el modelo de jefatura del Estado que perpetuó Franco, pero el arranque de cualquier mejora política y social exige cambios de raíz y horizontes de esperanza como los que se abrieron con la proclamación de la II República. Cambios que favorecieron sin lugar a dudas a la gente normal.

Hace falta ilusión en la posibilidad de vivir en auténtica democracia, política y económica. Entusiasmo social como el que existió cuando gran parte de la sociedad española se movilizó contra la dictadura, a finales de los sesenta y principios de los setenta. Vimos entonces cómo muchos colaboradores del régimen pasaron a considerarse "demócratas de toda la vida".

Si crece ese anhelo, muchos de los que hoy aplauden al rey y blanquean la imagen de la corona recordarán en la práctica que son "republicanos de toda la vida".

Se trata de darnos los medios para gestionar y superar realmente las crisis económica y social. Una salida favorable para las clases populares exige poner en el centro de la agenda pública la justicia social y la intervención de la ciudadanía. De eso va precisamente el cuestionamiento de la institución monárquica, de redistribución y de democracia.

Más Noticias