Dominio público

Víctimas de la guerra, protagonistas de la paz: veinte años de la resolución 1325 de ONU

Pilar Llop Cuenca

Presidenta del Senado

Una niña iraquí juega al aire libre junto a una casa dañada por un bombardeo, cerca del aeropuerto de Bagdad. AFP/AHMAD AL-RUBAYE
Una niña iraquí juega al aire libre junto a una casa dañada por un bombardeo, cerca del aeropuerto de Bagdad. AFP/AHMAD AL-RUBAYE

Este sábado celebramos el vigésimo aniversario de la histórica resolución 1325 de Naciones Unidas, donde el Consejo de Seguridad instó por unanimidad, el 31 de octubre de 2000, a los gobiernos y la sociedad civil para la protección de mujeres y niñas en zonas de guerra, así como su participación activa en los procesos de paz derivados de todo conflicto bélico.

Las mujeres, niñas y niños constituyen mayoría entre las víctimas de los enfrentamientos armados, entre los desplazados y también entre los refugiados. Sufren además una aterradora realidad por razón de género: las agresiones sexuales indiscriminadas, esclavitud, los embarazos no deseados y las violaciones.

Son especialmente vulnerables, pues arrastran tras de sí todo el peso del dominio secular de los hombres. Cuidan de forma casi exclusiva a los huérfanos, enfermos y mutilados de guerra y deben cuidarse además a sí mismas. En tiempos terribles como guerras y posguerras, las mujeres mantienen protegidas y cohesionadas a las familias hasta donde les es humanamente posible y en no pocas ocasiones, hasta más allá de lo humanamente posible. Muchas se ven obligadas a sustituir al cabeza de familia y convertirse en único o principal sustento de la economía doméstica, aunque tengan que aparcar de sus vidas los traumas y su condición de víctimas simplemente porque hay que sobrevivir.

A pesar de esta realidad, y del creciente empoderamiento contra el efecto paralizador del machismo ancestral, las mujeres han sido invisibles en la gestión y pacificación en los contextos bélicos. Las agresiones sexuales y violaciones han sido consideradas botín de guerra y aceptadas prácticamente como inevitables. A las mujeres les estaba reservada la indiferencia social -cuando no la estigmatización- y a sus agresores y violadores, la impunidad.

Hasta que se vislumbró el primer signo de esperanza. Fue en septiembre de 1995, en Beijing. En la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer, 189 gobiernos, 17.000 participantes y 30.000 activistas se concentraron en la capital china para respaldar la Declaración y Plataforma de Acción de Beijing, el compromiso más vanguardista suscrito hasta entonces en favor del empoderamiento femenino. En las doce "Esferas de Especial Preocupación", destinadas a fortalecer el papel de la mujer en las áreas de poder; medio ambiente; pobreza; violencia; educación, salud y capacitación laboral, entre otras, se incluyó una declaración específica sobre el rol de género en conflictos bélicos y la participación de las mujeres en los posteriores procesos de paz.

A esta demanda respondió la ONU en 2000 con la Resolución 1325, que sentó las bases para que desde cualquier esfera de poder se diera voz y voto a las mujeres en la prevención, enfrentamientos armados y periodos de reconciliación. Estos últimos resultan de vital importancia para las mujeres, pues son oportunidades inmejorables para erradicar las actitudes machistas y discriminatorias de la vida cotidiana, puesto que perfilan las líneas maestras de una nueva sociedad más igualitaria, más justa, más feminista, en consonancia con lo dispuesto en la Plataforma de Acción de Beijing.

La Resolución 1325 conminó a los gobiernos a reconocer y potenciar las organizaciones de mujeres defensoras de la paz, así como a los colectivos de la sociedad civil en favor de la igualdad y los derechos de las mujeres y las niñas. E instó a los Estados miembros y a la propia organización de Naciones Unidas a aumentar la presencia de mujeres en las áreas de poder donde se deciden acciones de prevención, gestión y solución de conflictos, procesos, negociaciones y misiones de paz sobre el terreno, así como la incorporación de una perspectiva de género que contemple las necesidades de mujeres y niñas desde que se inician los conflictos hasta que, en su resolución, cimentan las estructuras de futuro en las zonas que han dejado atrás guerras y enfrentamientos.

Este incierto 2020 aúna el 25 aniversario de la Plataforma de Beijing (Beijing+25) y el vigésimo aniversario de la Resolución 1325, plazo indicativo para que podamos analizar el ritmo y grado de cumplimiento de la agenda feminista internacional. ¿Hemos avanzado lo suficiente? Lamentablemente, no.

Se han constatado logros indiscutibles. Ahí están las nueve resoluciones de Naciones Unidas que apuntalan tanto la Plataforma de Beijing como la resolución 1325; las directivas europeas; el aumento de la presencia de mujeres en los foros parlamentarios y de toma de poder, el acceso a las aulas y a la sanidad, la consolidación de la jurisprudencia para castigar el maltrato, las agresiones y los asesinatos de mujeres y niñas. En este sentido, la juez costarricense Elizabeth Odio Benito se convirtió en punta de lanza en 1998, cuando, como magistrada de la Corte Penal Internacional para los crímenes de la antigua Yugoslavia, concluyó (caso Celebici) por primera vez que la violación de dos mujeres en un campo de concentración bosnio eran delitos de torturas, pasando a considerar estas agresiones como crímenes de guerra y lesa humanidad.

Como son también un éxito las numerosas organizaciones de mujeres que se movilizan de manera creciente para que la Resolución 1325, que convirtió los derechos de la mujer en derechos humanos, siga siendo vanguardia. E igualmente es un logro el esfuerzo y la aportación de cada mujer desde su vida cotidiana, exigiendo igualdad salarial y de trato en las empresas, imponiendo respeto en las relaciones familiares, educando a sus hijos en la igualdad, abriéndose paso con enormes dificultades en las esferas de poder.

Pero no es suficiente. Pervive una realidad inquietante.

Según la Conferencia sobre Mujeres, Paz y Seguridad de 2010, el 90% de las víctimas de conflictos armados son civiles, y entre éstas, la mayoría, mujeres y niñas. Justo lo contrario de lo que sucedía hace un siglo, cuando el 90% de fallecidos y mutilados era personal militar. El 75% de los desplazados son mujeres y, en algunas poblaciones las refugiadas alcanzan el 90%. En la actualidad, estos porcentajes apenas han variado y otras cifras recientes dibujan un panorama sombrío. De los 271,6 millones de migrantes del planeta, casi la mitad son mujeres (47,9%); de los 20,4 millones de refugiados, la mitad son igualmente mujeres. Datos publicados por ONU Mujeres en mayo de 2019 muestran niveles históricos de violencia ‘política’ contra las mujeres: acosos y exclusiones, además de asesinatos, ataques sexuales, desapariciones forzadas, esclavitud sexual...

En agosto de 2019, 81 países establecieron planes de acción sobre mujeres, paz y seguridad. Sólo el 41% de los estados ha adoptado dichos planes de acción, y, entre ellos, apenas el 22% contó con un presupuesto anexo.

Las mujeres siguen quedando excluidas de las negociaciones de paz. Entre 1992 y 2018 representaban el 13% de las negociadoras, el 3% entre quienes mediaban y sólo el 4% los firmantes de las resoluciones de paz. Siempre en el ámbito de Naciones Unidas, un estudio analizó 82 acuerdos de paz en 42 conflictos armados entre 1989 y 2011 y determinó que los acuerdos firmados por mujeres estaban asociados a una paz más duradera. Pero no es este el último escollo que hay que superar. Textos de paz de contenido feminista se convierten en papel mojado cuando se les asigna una financiación irrisoria. Este desequilibrio ocurre frecuentemente. Palabras, buenas intenciones, pocos hechos.

ONU Mujeres estima que la mujer tiende a la paz y huye en lo posible de cualquier belicosidad guerrera, lo que se confirma en los datos positivos para la paz allí donde participan. Y, sin embargo, 20 años después, seguimos ancladas en ese rácano 4% de firmantes de los acuerdos de paz y seguridad.

Este año 2020 ha añadido un nuevo obstáculo para el empoderamiento de las mujeres. La epidemia sanitaria de la Covid-19 que padecemos ha puesto de relieve la fragilidad de las estructuras sociales que estamos construyendo. Y nos lleva a la conclusión de que tal vez estemos retrocediendo. Las mujeres son las más afectadas por la precariedad laboral, las primeras en perder el trabajo, las más castigadas por la desigualdad salarial. Paralelamente, sobre ellas ha caído a plomo el cuidado de la familia, la escolarización en casa, los dependientes, los nuevos parados. En los sectores sanitarios, desbordados de trabajo durante la pandemia, el 70% son mujeres, que han duplicado turnos y renunciado al descanso. (ONU Mujeres).

El confinamiento obligado por la pandemia también ha supuesto un aumento de la violencia contra la mujer. Según datos de la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género, durante los 98 días del primer estado de alarma los servicios de atención a las víctimas recibieron 29.700 peticiones de ayuda, lo que supone un incremento del 57% respecto al mismo periodo de 2019.

Pero la pandemia se ha convertido también en una oportunidad para hacer visible la capacidad del liderazgo femenino. Apenas dos docenas de países están dirigidos por mujeres. En este estrecho círculo, brilla con luz propia la gestión de Ángela Merkel en Alemania, la de Tsai-Ing Wen en Taiwan, Jacinda Ardern en Nueva Zelanda y Úrsula von der Leyen, presidenta de la Comisión Europea.

Las mujeres no sólo estamos llamadas a liderar; queremos hacerlo.

De nosotras, las mujeres, depende un futuro más sostenible, igualitario y justo. La violencia es la peor de nuestras amenazas y debemos allanar el camino para que, con la educación, la promoción y el apoyo financiero, las líderes de las zonas en conflicto sean agentes activos de paz.

Tenemos las bases y estamos en el camino.

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